Colombia, país campeón en feminicidio, registra tres casos de abuso sexual por hora, y 97 por ciento de impunidad en los denunciados. Pandemia desbocada, no perdona clase social, edad ni estatus de poder. De idéntica calaña, lo mismo abusa y viola el habitante de calle que el encumbrado hombre público ―hasta la cima del Estado― doblemente expuesto al escrutinio de la sociedad sobre su vida privada por encarnar la dignidad del liderazgo que se le confía. El concejal y aspirante a Alcalde de Bogotá Hollman Morris carga con demanda penal de su esposa, Patricia Casas, por delitos de violencia intrafamiliar que al parecer ofenden el más primario sentido de decencia. A su querella se suman ahora denuncias de tres víctimas de acoso sexual.

“Doy fe de que Hollman Morris sí ha acosado sexualmente a una mujer. La víctima fui yo”. Esto escribió María Antonia García de la Torre en su columna de El Tiempo el 1 de febrero, pese al difícil proceso que debió surtir para hablar, venciendo “el miedo a represalias que me paralizaba”. Ante la denuncia de su esposa, no podía seguir callando. Hace 8 años, dice, trabajaba ella en el periódico El Mundo (de Madrid). Como preparaba un artículo sobre el documental Impunity de Morris, se reunió con él para hablar sobre el tema, pero inopinadamente “me agarró a la fuerza, me manoseó y me besó en la boca. Mi reacción fue de asco y sorpresa y lo separé de mí como pude”. Conocidos de Morris presenciaron la escena. Decidió irse de inmediato, pero antes de salir “me besó otra vez por la fuerza. Hoy hablo de ese humillante episodio”, escribe, “en un país donde muchos hombres que se consideran de izquierda todavía se comportan y piensan como hombres de la más rancia derecha patriarcal”. En entrevista de Vicky Dávila por la W, admitiría Morris el 24 de enero la veracidad de esta denuncia.

Viene a la memoria la columna de opinión de García de la Torre sobre el tema, publicado hace un año en el New York Times, a raíz de la denuncia de violación de Claudia Morales por “Él”, intocable cuyo nombre se reservaba ella el derecho de callar. Por su aporte a la comprensión del fenómeno, me permito glosarlo aquí, a la letra: Un dedo en la boca ―símbolo universal del silencio― fue lo único que necesitó el violador de Claudia Morales para que no lo denunciara. Morales escribió que había sido abusada sexualmente por un antiguo jefe. No dio su nombre. Desde ese momento, ha promovido ella el silencio como refugio frente a las leyes colombianas, incapaces de lidiar con la violencia de género y el acoso.

Denunciar a un violador en países machistas como Colombia, sostiene García, condena a la víctima al ostracismo. El silencio se convierte en única defensa de las mujeres atacadas. Pero esta estrategia debe cambiar. El debate público ha de dirigirse a la administración de justicia, pues su inoperancia condena a mujeres por legiones. Mujeres que han soportado el dolor del abuso con estoicismo, como si no nombrar el mal lo erradicara. Mas, quien calla les otorga poder a jefes, maridos, taxistas que abusan de ellas amparados en la impunidad. El abuso sexual se alimenta del miedo femenino a denunciarlo.

Es hora de desenmascarar, en particular, a personajes públicos como Morris, que atropellan porque monopolizan injustamente el doble poder que reciben de la cultura y de la política. Es hora de exigirles un sentido ético en su esfera privada, indisociable de su rol público, como se hace de oficio con políticos en EE.UU. Es hora de respaldar a Juliana Pungiluppi, directora del ICBF, en su empeño por aplicar sin concesiones la ley contra el abuso sexual de niñas, niños y adolescentes, víctimas de sus propios familiares y vecinos. A sabiendas de que no basta con fortalecer la justicia. Tendrá que obrar también la corresponsabilidad de las instituciones del Estado y de la sociedad.

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