Cientos de miles de muertos y cinco millones y medio de víctimas de la Violencia y el conflicto armado preceden el acuerdo agrario suscrito con las Farc. De operarse en el campo el vuelco que éste promete, se ahorraría Colombia nuevas cifras de horror y de vergüenza, hijas del lastre colonial que se niega a desaparecer, y del narcotráfico. Razón poderosa para congratularse y batirse por el proceso de paz en marcha. Así redoble él la vocinglería de sus enemigos, Uribes y Londoños y Pachitos y Lafauries y Mancusos, paladines del pensamiento más retardatario donde se atrincheraron, con sus fierros, la vieja guardia del campo y ahora el paramilitarismo.
El texto del acuerdo se diría fragmento de la Ley de Tierras de López Pumarejo, o de la reforma agraria que la Alianza para el Progreso de Kennedy le propuso a América Latina en 1960. Primero la de López, tributaria de la revolución liberal que hace un siglo campeaba en el continente, murió en la cuna a mano armada del latifundismo que respondió con la Violencia a las enseñas de Estado laico y reforma agraria. Aquella guerra santa, juguete de caudillos y purpurados, arrojó 280 mil muertos, por los cuales ninguno de sus instigadores pagó cárcel. No pocos fascistas entre ellos, pasaron a la historia con su indignidad trocada por milagro en virtud, y la legaron a sus hijos: Fernando Londoño porfía en defensa de terratenientes, ya de los añosos Leopardos de sus ancestros, ya de Carlos Castaño, el asesino despojador de labriegos a quien tiene por intelectual. Y Juan Lozano, jefe de un partido sembrado de políticos aliados de aquellos despojadores, ¿será por ventura heredero de Juan Lozano y Lozano, el intelectual de la violenta APEN que conspiró contra la reforma agraria de López?
También pasó a peor vida en Chicoral la reforma agraria de los dos Lleras cuando ésta era ya un hecho en 14 países de América Latina. Con altibajos, sí, pero se acometió en todas partes (en Bolivia, en Chile, en el Perú), y en todas partes periclitaron las guerrillas marxistas que habían enarbolado la bandera agraria. Salvo en Colombia. Curioso, único país donde se frustró una y otra vez, a bala, el cambio; único donde el conflicto armado por la tierra suma 50 años, y donde persiste una insurgencia que se autoproclama portavoz del campesinado irredento. Aunque no lo sea sino por el origen, pretensión que a mitad de camino degradó con crímenes y negocios non-sanctos.
Evocando la función social de la propiedad enderezada contra el latifundio improductivo que la Carta del 36 introdujo, y la lucha que la Alianza para el Progreso y la Cepal lanzaron contra el sistema remolón que tiranizaba al campesino, el acuerdo de La Habana apunta a vencer, por fin, el rezago de Colombia en materia agraria. Habrá distribución y titulación masiva de tierras, con ayuda de una jurisdicción agraria al más alto nivel. La actualización del catastro forzará la reconversión productiva del latifundio o su expropiación con indemnización por el Estado, y fortalecerá las finanzas del municipio. Se apoyará la economía campesina en predios que se entregarán siempre dentro de la frontera agrícola. Habrá megaplanes de inversión por regiones, obras de infraestructura comprendidas.
La Ley de Tierras de Santos eliminaría “la inequitativa concentración de la propiedad rural”. También la citada Alianza propuso corregir “la injusta estructura de tenencia y uso de la tierra”. Nada nuevo bajo el sol. Mas para nuestro país, avasallado durante siglos por una derecha montaraz, estos cambios revolucionarían el campo. Si se renegocia el TLC. Y por sobre todo: desactivado el conflicto agrario, desactivado el ciclo de la muerte.