Siente la ultraderecha pasos de animal grande: a cada nueva señal de paz, toca a rebato. Como las visitas de Timochenko a La Habana acercan el acuerdo final con las Farc, el ministro de Defensa ensancha la tronera del boicot a las negociaciones con esa guerrilla. Si fuera infiltrado del uribismo en el Gobierno, no lo haría mejor. Esta vez hasta superó al vociferante Ordóñez. Y Álvaro Uribe, en insólito alarde de moralidad, protesta y acusa y amenaza, mientras pretende todavía echarle tierra a la largueza inaudita que informó su negociación con el paramilitarismo. Que en su gobierno buscara conversar de paz con las Farc mientras las apaleaba, es revelación que lo enaltece. De no haberlas acorralado militarmente, no estarían ellas hoy en diálogo para trocar armas por votos. Lo que ofende es la hipocresía de sabotear el proceso que su sucesor asumió, con eficacia y respeto por la Constitución, incendiando a la galería por mucho menos de lo que él intentó. Santos ni siquiera contempló la zona de despeje que Uribe había ofrecido. No está claro, sin embargo, si tal obsesión responde a celos o envidias inconfesables, o a un diseño más enjundioso que le impide saludar el advenimiento de una Colombia en paz. Es que la paz despoja a la reacción de su razón de ser. Sin padre a la vez protector y terrorífico, sin recurso al miedo, se evapora el elan que transforma a los seguidores de su líder en rebaño; sin parapolíticos ni señores de la guerra, periclita su aparato de poder.

Debe de exasperarle también a esta derecha montaraz que el posconflicto llegue a traducirse en plan concreto de rescate y desarrollo de la Colombia profunda, la más atormentada por la guerra. Propuesta a diez años modulada con rigor, conocimiento de causa y previsión de costos por la senadora Claudia López. Convocatoria a construir paz que debería concitar en las elites el mismo entusiasmo con que contribuyeron ellas a financiar la guerra. Más, siendo beneficiarias del despertar económico de un país sin conflicto. Será coyuntura ideal para limar desigualdades, en particular entre regiones. El posconflicto exige estrategias territoriales de paz capaces de redimir a los 15 millones de colombianos que habitan los 368 municipios abandonados a las peores crueldades de la guerra. Víctimas inermes de la dictadura que allí les montaron guerrilleros y paramilitares. Se trata ahora de reemplazar aquellos poderes de facto por los titulares de la legalidad: el alcalde, el juez, el concejal, el personero, el comandante de policía. Y la comunidad organizada.

En su jerarquía de prioridades inmediatas, propone López tres ejes de inversión que sumarían $93 billones en la década. El primero, para construir ciudadanía y Estado, creando instituciones al lado de las autoridades locales, de modo que participe la comunidad en el trazado del desarrollo y vigile su ejecución. Segundo, para “reemplazar a los bandidos”, construyendo Estado con la propia gente, in situ. Fortalecer sus fuentes de recursos actualizando el catastro y formalizando la propiedad rural. Y, por fin, el destino principal de la inversión, en función de la equidad y la inclusión: salud, educación, vivienda, vías, asistencia técnica.

¿Tímida esta propuesta? ¿Confiscatoria? El debate está servido. Venga la controversia entre la gama entera de fuerzas políticas, ahora remitida a desafíos que desbordan la política menuda. El presidente Santos será responsable de honor del posconflicto, porque una mayoría de colombianos lo eligió para que hiciera la paz. Del uribismo se esperan iniciativa creadora, imaginación y compromiso con el pueblo que sigue a su líder y no se conforma ya con dianas de alarma cuando se avanza hacia la paz.

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