El sueño americano no es uno sino dos. Ambos proceden de los “padres fundadores”, pero describen trayectorias opuestas. Uno, es el de la democracia liberal que Estados Unidos llevó por momentos a estadios dorados y que Obama rescata hoy como convivencia multirracial  e igualdad de oportunidades hecha carne. Retorno al origen libertario, ajuste de cuentas con la barbarie que duerme solapada en el mismo lecho de la civilización norteamericana: con la esclavitud y el linchamiento de negros hasta no hace mucho;  con la persecución de liberales y comunistas en tiempos del macartismo, discípula aventajada del recién sepultado fascismo; con la arrogancia de un fanático iletrado que legalizó la tortura, arrasó pueblos y condujo el suyo propio al desastre económico y moral.

El otro sueño es el del espejismo de la felicidad cifrada en un confort prestado que aísla, aniquila las fuerzas y termina por matar toda ilusión. “América”, meca de cuanto europeo sufrió hambre, se trocaba, sin embargo, en una sociedad tiranizada por el dinero; por el vértigo del consumo sin pausa, pues él era pasaporte de bonhomía y prestigio social. De seguro Benjamín Franklin, el otro fundador, no imaginó que sus “Consejos a un joven comerciante”, escrito para allanar el ingreso a la modernidad por la puerta del capitalismo, avasallarían a su pueblo. Máximas suyas fueron que el tiempo es oro y el dinero, fértil; que quien lo malgasta “asesina” (¡) la riqueza que hubiera producido con él. Filosofía de la avaricia, llamó Weber a tal doctrina, una ética cuya infracción constituye estupidez y olvido del deber. Ya Calvino, padre del puritanismo, había hecho coincidir al elegido de Dios con el rico, y al pobre, con el condenado. De donde se comprende por qué allá, ser “ganador” es poco menos que ser santo, y ser “perdedor”, una desgracia. Se pregunta uno cuán incrustada llevarían en el alma esta filosofía los ejecutivos de la especulación que de tanto acumular riqueza quebraron la economía del mundo.

Nadie ha penetrado como Arthur Miller en la entretela humana de este drama. Vimos en Bogotá por estos días La muerte de un viajante, obra del dramaturgo norteamericano que se robó por décadas el aplauso de todos los públicos. Comprendido el nuestro, que contemplaba sin pestañear el montaje de Jorge Alí Triana, pues el director volcaba  todo su talento en ésta que tantos consideran obra cumbre de la dramaturgia contemporánea. No se quedó atrás la interpretación de Luis Fernando Montoya, veraz, intensa, prodigiosa; ni las de Jennifer Steffans y Juan Sebastián Aragón.

La muerte de un viajante rompe la ilusión del sueño americano. Penetra en la intimidad de una familia de clase media donde el fracaso en los negocios se percibe como derrota vergonzosa,  y entonces, se presenta como triunfo. Piadosa o brutal, pero siempre refugio de la desesperación, la mentira revienta los lasos de sangre. Soledad, frustración, humillación, pánico al qué dirán por falta de medios para ostentar el buen vivir, se extienden como la sombra sobre una vida ingrata. Dignidad y honor dependen de la futilidad del dinero, del éxito convencional. El desenlace, la muerte.

Si Balzac desveló las pequeñas y grandes mezquindades de la burguesía francesa, Miller captó el lado oscuro del sueño americano: la deshumanización de la sociedad, antípoda de la democracia, a cuyos valores no podía volverse sino por los caminos del talento: por la increpación adolorida del artista, para recriminar el utilitarismo, con Miller;  por el acierto del visionario, para rescatar los valores libertarios, con Obama.

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