El espectáculo de casi 7.000 guerrilleros y guerrilleras —algunas de bebé en brazos— que arriban sonrientes a sus sitios de concentración para entregar las armas tras medio siglo de guerra, deshilacha la bandera contra la paz que el uribismo quería izar en campaña electoral. Y el estandarte anticorrupción, catapultado por el escándalo Odebrecht, llena el vacío de la propuesta bélica que ya no será. Además, promete ríos de votos. En acto de contrición que enaltece a Álvaro Uribe —aunque dice también de su sentido de oportunidad— le pide este al Centro Democrático investigar la conducta de su precandidato insignia, Óscar Iván Zuluaga, por contratar para la campaña de 2014 a un publicista pagado por la purulenta firma. E invita a su partido a encabezar la campaña contra la corrupción. No sea que ella les dé el triunfo a fuerzas independientes que no lucen rabo de paja: ni con la empresa de marras, ni con la clase empresarial y política que ensanchó sus arcas con el erario y su poder bajo la égida del paramilitarismo.

Dos retos de vida o muerte enfrenta hoy el uribismo. El primero, sobrevivir a la voluminosa visita del elefante en casa, capaz de sepultar a Zuluaga y de dejar en capilla a Duque, el otro precandidato comprometido en el lance con Odebrecht. Segundo reto, ganarse el derecho moral de alistarse en la cruzada contra la corrupción. Para lo cual deberá responder por el contrato de la Ruta del Sol suscrito por el Gobierno de la Seguridad Democrática, en cabeza del viceministro García Morales. Para comenzar. Y, luego, abstenerse de boicotear los procesos judiciales contra bananeros y ganaderos de sus afectos que, según estableció la Fiscalía el 2 de febrero, resulten incursos en delitos de lesa humanidad por haber financiado voluntariamente al paramilitarismo en Urabá, a través de las Convivir; ejército autor de mil crímenes y del robo de los recursos públicos, a dos manos con sus benefactores. Tan responsables como los financiadores de guerrillas que cometieron las mismas tropelías. Por supuesto, la guerrilla también tendrá que responder ante los jueces.

De arroparse ahora con la túnica de la ética, no podría el uribismo tornar al expediente del Gobierno que, por defender a su bancada de parapolíticos y al círculo íntimo del poder, persiguió sin clemencia a la corte que los juzgaba. Entonces alcanzaba la corrupción cotas sin precedentes, pues los políticos que ganaron curul con dinero del narcotráfico retribuyeron sin medida con leyes y contratos y posiciones de poder. Entre 2002 y 2010, ocho de cada diez parapolíticos fueron bancada del Gobierno. En 2007 declaró el fiscal Iguarán que fueron las élites regionales las que buscaron a los grupos armados: para defenderse del secuestro, expandir sus propiedades y eliminar a sus rivales políticos. Escribió Claudia López que del clientelismo, el cohecho y el soborno de las mafias armadas se pasó a la captura masiva de negocios y recursos públicos mediante cambios legales, exenciones tributarias, concesiones, contratos de estabilidad, zonas francas y carteles de contratación pública. Brilló como nunca la corrupción como modelo de doble vía: de tráfico entre un Estado que concede contratos a dedo, y criminales o delincuentes que financian a la clase política-intermediaria hasta colonizar el Estado y esquilmarlo. Mas, si por esas calendas llovía, no escampa todavía.

Nada más deseable que el expresidente Uribe se sumara a la cruzada contra la corrupción. Deber y derecho que habrá de ganarse en franca lid —como el resto de la dirigencia política— principiando por depurar las filas de su propio partido, y respetando los procesos y fallos de la justicia. Única manera de lograr legitimidad moral en cualquier colectividad política que se respete. ¿Será capaz Uribe?

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