El veto del General Naranjo a la serie de televisión “El Cartel” parece completar el cuadro que va configurando en Colombia el delito de opinión, propio de los Estados policivos. Equiparado el opositor al indeseable o al terrorista disfrazado, será fácil perseguir al escritor Alfredo Molano por apartarse de la ideología oficial y hacer crítica social. O producir desde Palacio un manual para periodistas que “sugerirá” acoger la noción de dios y patria de un Estado cada día más confesional. O convertir   a los 200 mil vigilantes privados en “cooperantes” de los organismos de inteligencia, con la misión de sapear a los vecinos, con fundamento o sin él, pero en la patriótica divisa de la seguridad democrática. Versión de derecha de los ominosos Comités de Defensa de la Revolución Cubana, hoy incrustados también en Venezuela. Red de espionaje a la ciudadanía que aumentará el temor a hablar, a discrepar, a confesar simpatías por opciones distintas del uribismo.

Y ahora el jefe de la Policía, hombre probo, se muestra indignado porque un drama sobre narcotraficantes dizque confunde ficción con realidad, distorsiona la verdad, ridiculiza al Estado y sus instituciones, convierte en villanos a los héroes que enfrentaron a los asesinos, exalta a la delincuencia y confunde a la audiencia al subordinar los valores democráticos a los antivalores delictivos. Como responsable de la seguridad y la convivencia –declara-, rechaza interpretaciones que no distingan entre policías buenos y malos. Considera del caso que la ley impida desfigurar “los principios y valores que deben movilizar a nuestra sociedad”.

Como a cualquier espectador, al General Naranjo le asiste el derecho de opinar sobre esta obra dramática del arte escénico. Otros reaccionarán en contrario o por caminos inesperados, efecto plural que es virtud de la función social del arte. Pero no puede el funcionario imponerle al artista una verdad oficial. Ni la moral consagrada por el Príncipe, tan socorrida de déspotas y sátrapas en la premodernidad. Mandones de duro puño que reencarnan en cada místico de la política, de la religión o de la guerra revestido de un aura divina para ejercer la vigilancia dogmática de la sociedad.

Se debate el General en la falsa dicotomía entre ficción y realidad. Pero todo artista parte de la realidad, y la re-crea a su manera. Convierte su arbitraria interpretación de las cosas en símbolo, en metáfora, en modo único de condensarlas. Que “El Cartel” deforma la historia, es posible. Guardadas proporciones, no se le reprochan a Shakespeare las inexactitudes históricas de sus tragedias. Ni a “Casablanca”, obra excelsa del cine, el que metiera nazis en un Marruecos que no los tuvo. No ha de juzgarse si la obra de arte retrata o no la realidad, si dice o no la verdad, si es buena o mala, sublime o perniciosa. El criterio será si la obra resulta verosímil, si llena la cota de calidad que la inscribe en el territorio del arte.

Estética y moral pertenecen a esferas distintas. El arte no tiene por qué ser edificante, como la vida de los santos y los héroes. De hecho, puede ridiculizarlos, y entonces resultará peligroso para los guardianes del orden. Mas, a su vez, podrá educar el criterio en la diversidad de interpretaciones que ofrece, refinar la perceptividad, echar al vuelo la imaginación. El arte, si lo es, es crítico, arbitrario, heterodoxo. Confronta al espectador con sus propios valores y experiencias, suscita mil sentimientos y posturas. Libera. Y convida al pluralismo. Pluralismo y tolerancia, demonios de censores siempre prestos a conjurar desde la fe la opinión libre. Condenar una obra dramática es como quemar un libro. Y allí donde queman libros, dice Heine, acaban quemando hombres.

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