Al primer amago de entregarle a Bogotá el servicio de recolección de basuras que -como el de salud- toca la médula del interés público, se levanta la reacción en coro unánime contra el alcalde Petro y anuncia proceso para revocarlo. No contento con haberse enriquecido al amparo de la privatización, el cuasimonopolio de los operadores particulares y sus socios políticos agitan una disyuntiva inventada para la ocasión: estatización chavista o libre competencia democrática. Pues ni dictadura estalinista como lo pregonan los nostálgicos de la Guerra Fría, ni la mano invisible que termina entregándole el mercado a un puñado de rapaces. Sistema mixto, de empresa pública y privada para comenzar, hacia el modelo de las Empresas Públicas de Medellín. Orgullo de Colombia, ejemplo continental de eficiencia y solidez económica, la EPM no se dejó privatizar cuando en 1994 se desbordó la riada neoliberal. Y es hoy referente obligado para el modelo de aseo de Bogotá: basuras cero, aprovechamiento industrial de residuos, tarifas bajas e incorporación de los recicladores, al tenor del auto de la Corte Constitucional que entrega al Alcalde la potestad de diseñar el modelo “pertinente”. También el Estatuto Orgánico de Bogotá deposita el servicio de aseo en el sector público. Mas no podrá burlarse el bien común, como lo hizo en su hora la EDIS, coto de caza de la clase política y monopolio de un sindicato que privatizó en favor propio a nombre de la socialización.
Pero las fuerzas vivas de la patria no quieren soltar la presa. Gina Parody, la alcaldesa que no fue, clama por preservar la “competencia pura”. Es decir, los cuatro operadores privados de las basuras en Bogotá que amasan 120 mil millones en utilidades al año, dos de ellos en posición dominante: Alberto Ríos y William Vélez, a quien Petro señaló como aliado de paramilitares. El procurador Ordóñez, emperador de la inmoralidad, no bien se hizo reelegir por una cohorte de inhabilitados y pusilánimes, calificó de ilegal el plan de transición de la Alcaldía. Calificación que puede derivar en boicot del proyecto llamado a virar hacia el control de los servicios públicos por el Estado, tal como se estila desde hace un siglo en todas las democracias maduras. Aunque en su amenaza menee el funcionario las leyes de contratación 80 del 93 y 1150 de 2007, justamente aquellas que abrieron los boquetes por donde se coló el carrusel que esquilmó el erario de Bogotá; y el Acueducto se rige es por la ley de servicios públicos. Para rematar, en contubernio natural con el inquisidor, el nieto de Laureano, Miguel Gómez, avisa que hará revocar al mandatario de la capital.
Del monopolio público de los servicios –a menudo corrupto e ineficiente- se saltó al monopolio privado, igualmente corrupto y dado a sacrificar el bienestar general al lucro particular. Sus abusos obligan volverse de nuevo hacia el Estado. Bien para que éste asuma la prestación completa del servicio, bien para compartirlo con empresas privadas que operen bajo su regulación y control. Como sucede en Estados Unidos, donde las empresas de servicios son privadas pero es el gobierno quien define sus tarifas e inversiones; y la TVA es empresa de energía ciento por ciento estatal en la meca del capitalismo.
La licitación que se prepara busca abrir verdadera competencia, racionalizar las ganancias de los operadores privilegiando el interés general, modernizar el manejo de residuos, mejorar el servicio y reducir tarifas. Plan razonable pero intolerable para quienes hacen de la cosa pública negocio, hoy con el morboso anhelo de ver a Bogotá sumida en un mar de basuras dentro de dos semanas y pretender cobrar así la cabeza del alcalde.