Con golpe de Estado sin muertos ni cañones se derrocará a Dilma Rousseff, elegida por 55 millones de brasileños, y sin que se le hubiera tipificado delito de responsabilidad o corrupción. De paso, se inflige una estocada letal a la ya debilitada izquierda en Suramérica. Pecado de Dilma, no haber alcanzado a depurar a fondo el partido de gobierno, pese a sus repetidas destituciones de ministros incursos en delitos. Tres efectos persiguen los conspiradores, y mucho indica que los alcanzarán. Primero, encubrir a los corruptos y debilitar la acción penal que contra ellos obra, comprendido el flamante 60% de quienes promueven el juicio político contra la presidenta. Segundo, devolverle el poder político a la derecha. Tercero, desmontar el modelo desarrollista que lleva siete décadas en Brasil, único país de la región poco sensible a los cantos de sirena del neoliberalismo. Ha mantenido la potencia latinoamericana hasta hoy una estrategia de industrialización que todos los gobiernos respetaron, con independencia de su color político.
El Partido de los Trabajadores (PT) llegó con Lula al poder como promesa de redención de los olvidados. Arrancó de la pobreza a 40 millones de personas, pero se dejó arrastrar por la corrupción que era festín en todos los partidos, y le birló a Petrobrás, empresa madre del Estado, 8.000 millones de dólares. Deshonor para el partido de izquierda que así compartía lecho con lo más venal de la política tradicional. Y crisis de gobierno, agudizada por medidas de ajuste draconianas en el segundo período de Rousseff, para paliar la recesión que vino con la caída de precios de las materias primas. Tocaba a su fin la bonanza económica que había repotenciado a la socialdemocracia en Brasil y en el resto de la región.
Y en este caldo pesca la reacción. No sólo para resolver la crisis en su favor, sino para derrumbar el paradigma de industrialización doméstica, protección a la producción nacional y distancia frente al modelo de mercado, que había instalado al país en el club de las cinco nuevas potencias mundiales. Entre desarrollismo y neoliberalismo, Cardoso, en un extremo, se había inclinado por el segundo, pero sin desmantelar la industria. Apunta Marcelo Falak (Le Monde Diplomatique) que Lula reconcilió después los dos términos de la ecuación: hubo a un tiempo crecimiento económico y redistribución en favor de las clases media y baja. En régimen de economía mixta, concentró al Banco Central en el mercado y a la gestión de gobierno, en el desarrollo.
Pero no es Brasil el único damnificado: en toda la región oscila el péndulo hacia la derecha. Y no apenas por la corrupción y por el desplome de precios de sus exportaciones. En ello pesa también la estigmatización de la oposición por la izquierda en el poder, que polarizó la política moralizando entre buenos (el pueblo) y malos (la oligarquía). Empoderamiento social que no inhibió a los gobernantes, sin embargo, para reeditarse como herederos del enmohecido caudillismo latinoamericano; y para querer eternizarse en el poder.
Todos los vientos soplan otra vez hacia el paradigma de mercado, contra el modelo desarrollista que parecía imbatible en el Brasil. Mas, dicen unos, este golpe blanco sólo fructificará si a Lula se le niega el derecho de postularse para las elecciones venideras pues, según cuentas, llevaría él las de ganar. Desde luego, a condición de que demuestre ante la sociedad y ante los jueces su inocencia. Queda servido el reto de un modelo que regresa sin otra credencial que su desastroso paso por la historia. Tan ruda como la del parlamentario que, al votar contra Dilma, felicitó al militar que la había torturado en las mazmorras de la dictadura.