Mientras en Colombia el latifundismo pensaría reactivar su guerra centenaria contra el reformismo liberal que Santos ha desempolvado, en Brasil, puntal del orden que se abre paso en América Latina, la disputa discurre entre propuestas de industrialización y desarrollo para apurar el salto de ese país a quinta potencia del mundo. Si aquí un liberalismo avanzado nos resulta panacea, en Brasil el conservadurismo ultramontano es hoy apenas eco del pasado. Más aun, los cariocas desbordaron hace rato la anacrónica disputa entre capitalismo y comunismo, para actualizar la versión criolla del Estado de bienestar europeo. Modernizando el modelo de la CEPAL que Brasil supo preservar, armonizaron crecimiento con redistribución e integración a la economía mundial. Dilma Rousseff, cerebro económico del Gobierno de Lula, limó el acoplamiento entre Estado y mercado, a menudo gestado en el muñequeo con empresarios y trabajadores cuando de negociar políticas económicas se trataba. Ex guerrillera torturada durante meses por la dictadura cuando iniciaba su condena de tres años de cárcel, con el marchitamiento de los militares Rousseff evolucionó hacia el socialismo democrático, que deposita en el Estado la dirección del desarrollo sin sacrificar las libertades económicas.
Lula catapultó el crecimiento mediante copiosas exportaciones a mercados nuevos, y dándole a la mitad de los brasileños capacidad de compra de sus propias manufacturas y alimentos. Rescató de la pobreza a 30 millones de personas y creó 14 millones de empleos. Los índices de desigualdad no bajaron sensiblemente, pero ahora se registran en niveles de vida superiores. La industrialización se disparó. Su industria automotriz es totalmente integrada y propia. Brasil produce barcos y aviones y computadores y todas las líneas de la petroquímica. Petrobrás acaba de hacer la mayor emisión de acciones en el mundo, por valor de 74 mil millones de dólares, que vendió en media hora.
Ciencia y tecnología han jugado el papel del rey, como en Corea: Brasil sacó la investigación de las aulas académicas y la metió en las fábricas. Y en las haciendas. Ya en 1973, cuando el país era todavía importador neto de alimentos, el Gobierno creó el primer centro de investigaciones agrícolas. En los seis primeros meses había enviado 1.200 profesionales a especializarse en el exterior. A su regreso, adaptaron ellos variedades agrícolas y pecuarias que redundaron en una verdadera revolución verde, pues en tres décadas la producción creció 150%. Cambiaron el latifundio improductivo por explotaciones modernas de agrocombustibles, sin afectar otros sectores de agroindustria ni la economía campesina. Brasil es hoy el mayor exportador de café, azúcar, carnes y etanol.
Un sano nacionalismo desempeñó también su papel. Si bien Lula prolongó las medidas de su antecesor, Cardoso, para controlar la inflación, pronto se negó a aplicar las medidas de choque que el FMI impuso en el resto del continente. Cuando la IBM le ofreció montar en Brasil su casa matriz, Lula la despachó con un “no, gracias, nosotros producimos los computadores”. Y a Bush le condicionó la firma de un TLC a que Estados Unidos suprimíera los subsidios a sus agricultores. No hubo acuerdo. Dilma Rousseff se muestra orgullosa de haber “renacionalizado” la industria petrolera. Sin los aspavientos de Chávez, Brasil ha sabido preservar para sí los mayores beneficios, sin alienar la asociación con terceros.
Aunque reconoció que el grupo guerrillero en el que militó “hizo tonterías”, Rousseff dijo sentirse orgullosa “de haber tenido la valentía de querer un país mejor”. Ahora lo es. A ello contribuyó su paso por la vida y por el poder. Pero, sobre todo, que Brasil no sufriera ya del latifundismo virulento que padecemos aquí.