Razones sobran. Ineptitud, despilfarro, improvisación, corrupción y el loco empeño en destruir también el último corredor semitransitable que le queda a Bogotá: la carrera séptima. Vía para un transmilenio cuyas obras se inician no ya en mayo sino en julio. Quedará taponada por un año la única conexión del centro con el norte de la ciudad, cuando ésta se encuentra virtualmente colapsada por casi 300 obras emprendidas a la vez y que no avanzan. Para no mencionar la mafia de sanguijuelas que se reputan contratistas del Distrito, los Nule a la cabeza, que dicen haber pagado comisiones al alcalde y a su hermano sobre el contrato de la calle 26. Si no penal, a Samuel Moreno le cabe responsabilidad política y ante la sociedad por tres años de desafueros y torpezas que convirtieron la capital en un infierno, y cualquier democracia cobraría con el puesto del burgomaestre.
Angélica Lozano, ex alcaldesa de Chapinero y líder del movimiento cívico La Séptima se Respeta, ha demostrado con lujo de cifras y argumentos que el alcalde improvisa: se precipita a adjudicar el contrato de la séptima sin plan ni estudios suficientes; sin diseños para la estación multimodal de la calle 100; sin haber comprado los predios respectivos; sin puente sobre esta calle que resista el peso de buses biarticulados de 40 toneladas, ni el tiempo necesario para programar a derechas y gestionar esta obra gigante de renovación urbana. La sola expedición de licencias de construcción para montar el terminal de la cien puede demorar años, como años ha durado el trámite de la Estación Central de Transmilenio. En efecto, Lozano prueba que los diseños y planos no están listos. Dizque se harán conforme avance la obra, de donde resultarán sobrecostos astronómicos como los de la 26. Manes del novel sistema de contratación que acorrala al Estado y le deja uña larga a la contraparte. Del alcantarillado, ni hablar. Como el sistema se reventaría, se sabe ya que sería necesario intervenir el 72% de la red, con un costo aproximado de 20 mil millones; mas para este rubro sólo se destinaron 3 mil. Los andenes se reducirían todo lo más a metro y medio. Y la ciclovía, envidia de cien ciudades, desaparecería.
En el chamboneo de una obra abortada, el despilfarro de dinero alarma. Entre estudios repetidos o inútiles, sobrecostos y concesiones al abusivo monopolio de los transportadores, Maria Teresa Ronderos calcula en 350 mil millones el derroche de Samuel. Serían 175 mil pesos arrancados a cada hogar bogotano por las mirrias señaladas. Y no hay datos de “otros municipios”. Entre tanto hueco y buldózer, vaya uno a saber cuánta plata se ha arrojado por el caño. O cuánta se embolató en seisporcientos sobre contratos. Los de Nule son apenas parte de la feria.
Tanta indelicadeza pone al Polo en entredicho. Sobre todo por la doblez de sus directivas que, presumiéndose alternativa a la corrupción, encubren al bandido, le echan tierra a la carroña que ronda la Alcaldía y vociferan contra los colegas que la denuncian. Conspiradores los llamaron, aliados de la extrema derecha. Como la Dirección conservadora cuando se sorprendió a parlamentarios suyos en saqueo de lo público: se dijeron víctima de persecución política. El jefe del Directorio azul meneó el caballito de moda, tal como lo hicieron los jefes del Polo: mientras los jueces penales no sentencien, los acusados son angelitos. Como si no existieran control político y sanción ciudadana. Para Carlos Vicente de Roux, nuestra política se ha hiperpenalizado; se pretende subordinar la sanción política del electorado a una condena judicial previa. Diríase que en el caso de Bogotá la ciudadanía no tiene por qué esperar el fallo de los jueces. Le sobrará con las ejecutorias del alcalde para cobrarle con la renuncia la responsabilidad política que no asume.