Gobierno tardo, desganado cuando de campesinos se trata, lo sorprende el posconflicto sin instrumentos acondicionados para saldar una deuda histórica con la población del campo sojuzgada, ahogada en sangre por cuarteleros de todos los colores. En la otra orilla, resucita la organización campesina que bajo la enseña de Anuc protagonizara hace cuarenta años la más pujante movilización por la tierra en América Latina. Y  restaura ahora, como Cumbre Agraria, su estatura política: se impone como interlocutor legítimo del Gobierno para contraponerle –en la mesa de negociación o en la protesta– un modelo económico alternativo al del ignominioso privilegio del gran capital. Debuta, pues, con libre juego de ideas en un posconflicto que augura más democracia. Exige, sí, el cumplimiento de lo acordado en 2013. Como los fondos para vías, escuelas, acueductos y puestos de salud en zonas olvidadas. Pero han dicho los líderes que es la estructura del modelo rural la que concentra su interés. En perspectiva de reforma agraria integral y de participación política, cooptan,  a su manera, los acuerdos de La Habana y apuntan a los problemas de tierra, territorio y soberanía; del modelo minero-energético, y de sustitución de cultivos.

Marcadas ayer y hoy por el despojo violento de la tierra, las luchas campesinas en Colombia sufrieron también el embate de la expansión guerrillera y paramilitar. Sobre todo a manos de esta última, el campesinado perdió la tierra y, sus dirigentes, la vida. La contrarreforma agraria arrojó ocho millones de víctimas. Hoy prevalece un agresivo modelo agroindustrial y de minería depredadora que podrá triturar la economía campesina, compromete la seguridad alimentaria del país y profundiza las inequidades. Resultado: hiperconcentración, sin par en el mundo, de la propiedad agraria. Duro patrón histórico de lucha por la tierra, adjudicación, violencia y despojo, en cadena siniestra integrada por grupos armados, notablato tradicional, funcionarios públicos, empresarios y políticos. Funesto conglomerado que hoy organiza ejércitos antirrestitución y promueve leyes que revictimizan a los despojados. Como la de María Fernanda Cabal.

De un cambio en la tenencia y uso de la tierra dependerá en gran medida el buen éxito del posconflicto. Con acceso a la tierra, entrega de baldíos a los campesinos, medidas para enfrentar la crisis de la producción agropecuaria, control de la minería, sustitución autónoma y concertada de cultivos ilícitos; amparo jurídico a territorios indígenas, a consejos comunitarios de los afros y a las zonas de reserva campesina; y respeto a los derechos políticos del campesinado, como lo postula la Minga Agraria.

Cuídese el movimiento campesino de los intentos del ELN por suplantarlo, en repetición de la trágica experiencia de la Anuc en los años 70, cuando a la brutal represión oficial se sumó el asedio de grupos guerrilleros. En su afán de “tomarse” lo ajeno, le dieron a la caverna y al Gobierno argumentos para liquidar a la Anuc y asesinar, uno tras otro, a sus líderes: “son guerrilleros vestidos de campesinos”. Con el tiempo, Carlos Castaño y algún expresidente ajustarían la expresión que era sentencia de muerte: “Son guerrilleros vestidos de civil”. Entre líderes populares y de restitución de tierras, hubo el año pasado 63 asesinados y 251 amenazados.

La clase dirigente no puede ya darse el lujo de trivializar el posconflicto con mohines y mediastintas que, a la hora de las definiciones, pueden significar  aval a una guerra sin fin, tolerada o propiciada por aquella desde tiempos inmemoriales. Ni puede el Gobierno taparse ojos y oídos para no ver ni oír un viejo anhelo que se ha convertido en bandera inexpugnable del campesinado: “queremos pasar de sirvientes de los ricos a propietarios de tierra”.

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