Se equivoca la oposición. Este gobierno no es el enemigo de la Constitución del 91 sino su beneficiario. Al menos por lo que toca a las disposiciones sobre descentralización y democracia directa; y al odio contra los partidos que nutrió el espíritu de la nueva Carta. Sin ellas, no andaría Colombia en este caudillismo que recuerda autoritarismos superados ya en el continente. 1991 desmontó el Frente Nacional, es cierto. Abrió las compuertas de la política; si no, no existirían el Polo ni el Mira ni la representación indígena en el Congreso. Además, la tutela democratizó el servicio de la justicia. Pero la exaltación del municipio como fuente eximia de la democracia y locus de audiencias públicas, por un lado; y mecanismos de democracia “participativa” como el referendo, el plebiscito y la iniciativa legislativa popular, por el otro, se resolvieron, inesperadamente, en populismo. Sobre lo primero se montaron los consejos comunales, remedo de democracia a la cual concurre el pueblo como convidado de piedra; sobre lo segundo, la refrendación del caudillo a perpetuidad. Y en el corazón del modelo, la liquidación de los partidos.
De buena fe, sin duda, pensaron los constituyentes que al cooptar la democracia anglosajona saltaríamos al punto del clientelismo a la ciudadanía posmoderna. Voluntarismo ahistórico que incrusta a la fuerza la realidad en modelos ideales. En Inglaterra y Suiza la democracia directa resultaba de una tradición centenaria de participación mediante sindicatos y partidos y asociaciones de toda laya. Pero aquí, país de montoneras despolitizadas por el Frente Nacional, aquella innovación terminó por minar lo poco que quedaba organizado, atomizó a la sociedad y la redujo a masa amorfa, generoso receptáculo del populismo.
Tras una cruzada envolvente contra la “partidocracia”, al paso de Fujimori, la Constitución precipitó la decadencia de nuestros partidos que se había gestado en su simbiosis bobalicona de 30 años, hasta reducirse a lo que vemos hoy: gavillas que se venden, hambrientas, al mejor postor, si de privilegios se trata. Como se ve a las claras en la bancada del gobierno que, bajo el síndrome de Yidis, sucumbe a las seducciones del Ministro del Interior, a la vista de Colombia entera, para aprobar el referendo que reelegirá al dador de las canonjías.
La desintegración de las colectividades comenzó cuando la Carta del 91 redujo de tal modo los requisitos para formar partidos que afloró una polvareda de microempresas electorales. En 2002 había más partidos que curules en el Senado. Una vez asegurado el poder, se pensó en entregárselo todo a la coalición de gobierno, volviendo a expulsar de la política a las minorías. La fórmula, elevar el umbral. Y mantener la mayoría protegiendo los votos de los parlamentarios subjudice. Sería éste el verdadero atentado contra la Constitución del 91.
En la crisis de los partidos pesó también la descentralización política que destruyó las jerarquías de mando nacional y robusteció a los líderes regionales, sin que mediaran mecanismos nuevos que aseguraran la unidad orgánica de las colectividades. Todo angurria, sin ideas ni control institucional y tentados por el narcotráfico, amplios sectores de los partidos se embarcarían en la parapolítica. Quedan el Polo y el último reducto del partido liberal. ¿Podrán ellos y los independientes proponer alternativas capaces de disputarle al populismo el 67% de colombianos que se dicen sin partido? ¿O creerán, ilusos, que la Carta del 91 es la panacea y que con ella bastaría para acometer semejante empresa?