Feminicidio y patriarcado

“Marcho porque estoy viva, y no sé hasta cuándo”, rezaba la pancarta de una manifestante este 8 de marzo. Paola Acero no lo logró: a ella la mató de cinco disparos su compañero, Kevin Hurtado, el 23 de febrero. Ante golpizas y amenazas de muerte, no alcanzaron sus súplicas para que la Policía lo retuviera en prisión. Tal dimensión cobra en Colombia este trance, que el elemental derecho de vivir ha opacado la lucha de las mujeres por la igualdad de género en la sociedad, en la economía pública y doméstica, en la política. Hace un año se despenalizó el aborto –conquista jamás soñada en el país más conservador de América– pero el feminicidio se disparó. Como si fuera una revancha. El Observatorio Colombiano de Feminicidios registra 612 casos en 2022; cifra probablemente desinflada, pues muchos de ellos se presentan como crimen pasional, o no se reportan por miedo. La sevicia de estos asesinatos escala a empalamiento y descuartizamiento y envía un mensaje terrorífico a las mujeres todas. Para el DANE, semejante violencia contra mujeres y niñas es expresión extrema de la desigualdad y la discriminación contra el sexo femenino que anida, primero, en la familia. En tiempos del Covid19, se catalogó la violencia de género como “la pandemia en la sombra”.

Mas en la trastienda culebrea el patriarcado, batería de poderes de la masculinidad violenta que se descarga sobre mujeres y niños indefensos, y opera sobre la preconizada inferioridad femenina y la desigualdad de género. Pero tiraniza también a los hombres, aunque de manera distinta y en proporciones no comparables. Padecen ellos la brutalidad invisibilizada que les niega el derecho de expresar emociones y los agobia en el rol de macho proveedor, conquistador, amo del universo. Cómo esperamos que no ejerzan violencia los varones si les pedimos estar a la altura de esa hombría machista, se pregunta María Fernanda Cepeda, vocera de la alcaldía de Bogotá. Entre muchas capitales de América Latina, se lleva esta ciudad las palmas en violencia intrafamiliar. La mitad de sus hombres, agrega, creció sin padre y cuando éste estuvo presente, fue para apalearlos a todos en el hogar.

Variante sofisticada, eficientísima, del patriarcado es la religiosa. Versión siempre renovada del derecho divino de los reyes, ella reviste de divinidad la masculinidad para aplastar a un tiempo el cuerpo y el alma de la mujer, hez de la humillada marea de vasallos. De seguro animó este sentimiento al sacerdote católico Carlos José Carvajal a abusar de una menor de 13 años y obligarla a abortar en San Bernardo del Viento. O al pastor Carlos Eduardo Cuero a hacer lo propio contra nueve mujeres, a quienes coaccionó y degradó, a título de educación espiritual cristiana, según revela el profesor Óscar Alarcón. O al pastor Francisco Jamacó Ángel, líder de un centro cristiano en Bogotá, sentenciado por abuso sexual contra cinco feligresas, dos de ellas menores. Práctica sistemática del pastor que abusaba de su autoridad con el caramelo de que ellas eran “un regalo de Dios”.

“Una mujer discreta es un regalo del Señor –acaba de escribir el director de la Policía, Henry Sanabria– (…) Una mujer modesta es el mejor encanto. El encanto de la mujer alegra a su esposo y, si es sensata, lo hace prosperar”. –Sus sueños, general, son nuestras pesadillas, ripostó al punto Ángela María Robledo, excandidata a la vicepresidencia y emblema de las luchas de la mujer por sus derechos. Es que el recurso del general al lenguaje y al espíritu más crudo de la Biblia sintetiza, en símbolo trágico, la trinca entre uniformados y purpurados que en la historia de Colombia se jugó más de una guerra santa. Hace honor al más ominoso de los patriarcados, mientras el feminicidio parece tenerle sin cuidado.

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Covid en Colombia: riesgo desigual

Todo en este Gobierno se vuelve propaganda. Prisionero de tal inercia, pregona Duque metas de vacunación que, pese a la bonhomía del ministro, acaso no podrá cumplir: aventura 70% de la población atendida (35,7 millones de personas con esquema completo) antes de fin de año. Para alcanzar la meta, precipita la vacunación de niños, menos vulnerables que otras franjas de población dramáticamente aisladas del beneficio, o la priorizada para segunda dosis. A la caza de resultados vistosos, decide vacunar donde es más fácil, no donde es más urgente. Eso sí, oculta que la vacunación en medio país es deleznable y que los grandes damnificados de la pandemia son los estratos inferiores. En atención por pandemia, la brecha entre regiones y entre clases sociales crece con los días, asevera el médico Mauricio Torres. Mientras en Bogotá, Quindío y Boyacá la mitad de la población ha recibido el esquema completo, en Guajira, Chocó, Vaupés y Cundinamarca ronda el 23%; y en Vichada ha llegado apenas al 13,3%.

No cesa el presidente de mandarse flores; pero la cosecha es escasa, cuando no trágica. Dice el DANE que la cobertura de vacunación en Colombia alcanza hoy al 44% de la población; en Chile cubre al 82%, en Uruguay al 76%, y en el modesto Ecuador al 60%. Aquí sobrepasamos los cinco millones de infectados y nos acercamos a los 130.000 muertos, lo que nos coloca en deshonrosa competencia por el podio mundial en mortalidad por covid. En junio registró el país diez veces más fallecidos que la India, un país en graves dificultades para paliar la pandemia.

En Colombia el riesgo de mortalidad por covid es muy elevado. Pero es un riesgo desigual. Ocho millones de personas sin acueducto se ríen con amargura de la medida de lavarse las manos; con amargura se ríen los que en zonas apartadas no pueden pagar transporte para llegar al centro de vacunación. Y millones de personas que viven del rebusque rompen cualquier cuarentena, pues el hambre obliga, y las ayudas del Gobierno no llegan o son migajas. 61,5% de los fallecidos son de estratos 1 y 2, en tanto que de los estratos 5 y 6 procede sólo el 3,4%.

Argumenta el doctor Torres que las medidas de salud pública no pueden desconectarse de las sociales y económicas con destino a las mayorías empobrecidas. Lo contrario perpetúa las desigualdades. Más aun en la peor crisis social y de salud que haya padecido el país, fatal colofón al acumulado histórico de desprotección en estos ámbitos.

El modelo de manejo de la pandemia denominado PRAS (pruebas, rastreo y aislamiento selectivo) no se ejecutó por parejo en todo el territorio. Ni contempló las particularidades de cada entorno y sus condiciones de vida, determinantes en el proceso de salud-enfermedad. Con pruebas insuficientes y tardías y con el imposible confinamiento de los reducidos al hambre, el programa fracasó.

La pandemia demostró que el sistema de salud en Colombia ofrece cobertura casi universal, pero funciona muy mal para la mayoría. Cuando el cuarto pico muestra ya las orejas, debería el Gobierno apretar su programa en las regiones y entre los pobres. Empezando por ajustar la estrategia de vacunación hacia los más vulnerables. En la mira queda, según Torres, encarar los problemas de fondo cuya solución es eje de la salud pública: protección social, calidad de vida de la población, en particular saneamiento básico y alimentación. Desarrollar un sistema de salud de base territorial con potentes procesos de promoción y prevención, de atención primaria y sólida vigilancia en salud, como lo establece la Ley Estatutaria de Salud. Demasiado pedirle a este presidente tan retrógrado y ajeno a las aflicciones de su pueblo. Si a lo menos democratizara la aplicación de la vacuna, hasta se transigiría con su enfermiza propensión a convertir el humo en bienaventuranza.

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