En la Iglesia, jerarcas nonsanctos

Eficientes herederos de la daga purpurada que tantas veces obró como argumento sin apelación en sus luchas de poder, algunos jerarcas de la Iglesia la blanden en Colombia con un doble fin: encubrir el crimen de pederastia, o perseguir a sacerdotes que escogieron la opción por los pobres y terminaron asesinados, desaparecidos o expatriados. Fieros propagandistas de la moral cristiana, su doblez exalta por contraste la honradez de tantos religiosos fieles a su apostolado. Y la abnegación de prelados que median por la paz.

Monseñor Ricardo Tobón, arzobispo de Medellín y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, habría protegido a curas pederastas, según denuncia Juan Pablo Barrientos en su obra Dejad que los niños vengan a mí, premio Simón Bolívar. Demandado por maquiavélica alianza de dos jueces y un cura exsindicado de abuso sexual, el intento de censura por vía judicial fracasó y disparó la circulación de la obra. El cardenal López Trujillo, por su parte, mudo ante los óbolos que tonsurados de su cuerda recibían de Pablo Escobar, blandiendo contra sus críticos el báculo de la excomunión, raudo hacia la silla de San Pedro bajo el ala de Juan Pablo II, se coronó como cazador imbatible de curas “rojos”.

La Mesa Ecuménica por la Paz documenta ante la JEP el asesinato de 42 sacerdotes, la desaparición o exilio de muchos otros, mientras alargaba López su dedo inquisitorial contra aquellos que se volcaban a las comunidades de base  en la convicción de que sin justicia social no hay Evangelio posible. Según Frèderic Martel, López los acusaba en presencia de paramilitares que terminaban por disparar contra ellos. Sacudieron a Colombia, entre otros, el homicidio del obispo de Buenaventura, monseñor Gerardo Valencia Cano y los de sacerdotes como Sergio Restrepo, Bernardo Betancur, Tiberio Fernández y la religiosa Yolanda Cerón.

Menos ruidoso pero igualmente criminal, el asesinato de almas de niños y adolescentes, víctimas silenciadas de abuso sexual y violación. La máxima autoridad religiosa de Medellín habría protegido a pederastas como los curas Roberto Cadavid, Mario Castrillón, Carlos Yepes y Luis Eduardo Cadavid, mediante un recurso institucional a toda prueba: el código de Derecho Canónico, reforzado por el Concordato con la Santa Sede, que le reconoce a la Iglesia independencia judicial frente a la justicia civil. Si tienen los soldados su justicia penal militar, los curas gozan de la suya propia: justicia para prelados, hecha por prelados. Tan acomodaticia, permisiva y arbitraria la una como la otra.

Barrientos cataloga como caso emblemático el del padre Roberto Cadavid, autor de múltiples abusos y “muestra del procedimiento de ocultamiento sistemático” de la jerarquía católica para proteger a sus miembros. Expulsado de la Iglesia por sus crímenes, siguió, empero, ejerciendo el sacerdocio en la diócesis de Brooklyn, Nueva York, gracias a autorización y recomendación del arzobispo Tobón. Reproduce el autor las cartas con las cuales engañó nuestro prelado al colega estadounidense para que acogiera a Cadavid, el impostor.

En política, emulan los López a la Mano Negra, mientras cientos de sacerdotes se suman a la protesta general contra el régimen que hunde a la sociedad en la injusticia. En moral, encubren aquellos pastores un delito horrendo contra niños, a la par que pulpitean energúmenos a la mujer que, ciñéndose a la ley aborta el fruto de violación, en veces perpetrada por un cura. Sentencia honorable, la del Cardenal Rubén Salazar: “el que calla un caso de abuso también es un abusador”. Desnuda así la hipocresía ensotanada que podrá arrastrar a la Iglesia por el despeñadero.

 

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Duque: ¿atrapado sin salida?

En el espectáculo de un país que sale del hueco, respira y pide el cambio, como no se viera en 60 años, dos fuerzas formidables parecen correr a la caza de candados: la vanidad del presidente y la insubordinación de los energúmenos que lo rodean. En su conmovedora insustancialidad, incapaz de dimensionar el significado y la potencia de este pronunciamiento ciudadano, pretende él responder a sus demandas con propaganda sobre lo cuestionado. Diluir en el tiempo, en el espacio, en mil inquietudes sueltas la negociación con los personeros del paro. Para atomizar, dilatar y evadir núcleos duros de la protesta como los de cumplimiento integral del Acuerdo de paz y política de seguridad.

De otra parte, la derecha frenética de su partido le blande garrote para que asuma por fin, de frente, sin miramientos “mujeriles”, como un varón, contra el terrorista que habita en cada estudiante, indígena, artista, trabajador, gay, ambientalista o feminista que grita y canta sus reclamos en la calle. Contra la gente toda y su concierto de cacerolas. Se reivindica lo elemental: seguridad, educación, trabajo, salud, salarios y pensiones decentes, paz. Y la alegría de vivir. Anatema. Ruge la caverna, y caen todas las hojas de parra. Desnudando la pulsión golpista que heredó de sus mayores, Fernando Londoño le pide al Presidente de la República apartarse del cargo “mientras negocia” y que en su lugar gobierne Marta Lucía Ramírez. Juan Carlos Pastrana insta a militarizar cada esquina, pues “terroristas y malandrines no deben tener movilidad alguna”. Rafael Nieto acusa a Dilan de ser responsable de su propia muerte, por participar en protestas. Y Álvaro Uribe considera legítima la patada que un miembro del Esmad le propina en la cara a una muchacha.

Codiciosa, provinciana, acostumbrada a prevalecer a golpes, sin el recorrido civilizador que da la democracia, a la primera voz de descontento se cala su antifaz la clase dirigente, para no ver sino el billón de pesos que el paro ha costado a sus negocios, poner el grito en el cielo y cuidarse de mencionar los $50 billones que sus malandrines, esos sí, se roban cada año. Ahora cogobierna en pleno, manu militare, evocando el tenebroso Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala. Y reduce a modesta proporción la agenda rural del tratado de Paz, que contempla Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), sustitución de cultivos ilícitos y restitución de tierras.

Respuesta primera de Duque al 21N: el Gobierno impulsará su paz con legalidad, giro que supone ilegal la paz acordada e incorporada en la Constitución. Contrae la implementación del Acuerdo a la reincorporación de desmovilizados y a algunos programas PDET. Ilegal le parecerá la Ley de restitución de tierras, hoy en capilla por iniciativa de María Fernanda Cabal. Ricardo Sabogal, exdirector de Restitución de Tierras, revela que él y funcionarios suyos sufrieron persecución y amenazas: varios fueron asesinados. Muchas de esas tierras, dice, terminaron en gente prestante, pese a saber que habían sido despojadas o compradas a la brava. Tampoco brinda Duque garantías en seguridad rural: no desmonta el paramilitarismo, exterminador principal de líderes sociales, y reduce el control territorial a militarización. De remate, sabotea la sustitución de cultivos.

Parsimonia en tan graves materias o para mantener el paquetazo sabrá hoy a provocación. Harta de violencia y de mordaza, la gente exige solución civilizada a sus problemas y espera poder ventilarlos en democracia, sin riesgo de muerte. ¿Sabrá el Poder cuán difícil le resultará en adelante presumirse demócrata y sin embargo disparar? El Presidente decidirá si escoger el diálogo constructivo, o bien, verse atrapado sin salida.

 

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