¿Mano dura o Mano Negra?

Gracias al eje Duque-ELN, vuelve la guerra a mostrar sus fauces a la vuelta de la esquina. Siniestro coqueteo de la Peluda tras el desmonte de la mesa de negociación con esa guerrilla. Mas, como a la espera del primer pretexto, se envalentonan acezantes los viudos de la violencia en la izquierda y en la derecha para resucitar la guerra sucia; la que prevaleció siempre en Colombia y cuya apoteosis se registró en el Gobierno de la seguridad democrática, hoy de regreso al poder. Guerra de sevicia y brutalidades que repugna a la humanidad, viola todos los principios de la ética y del derecho y sacrifica diez veces más civiles inocentes que combatientes. Guerra que se salta la frontera entre la mano dura y la Mano Negra. Entre la aplicación de la fuerza toda del Estado contra el terrorismo, como ha de ser, y la transmutación de un conflicto armado en tierra arrasada y degradación patológica de la contienda.

A la monstruosidad del ataque eleno contra la escuela de Policía se suman otras señales de alarma. Como el decreto que flexibiliza la entrega de armas a civiles y la repetida invocación oficial a las redes de cooperantes creadas por la Administración Uribe. De donde podrán reactivarse las Convivir, germen de paramilitarismo, y nuestra copia de los comités de defensa de la revolución (cubana y bolivariana) o los de defensa del Estado fascista en la Alemania de Hitler. Lo que allá y acá sirvió para matar, sembrar miedo y forzar adhesión al régimen. En Colombia, para ejecutar crímenes que rayan en exterminio, como los falsos positivos; y asesinatos selectivos como el del catedrático Correa de Andreis en Barranquilla, 2004. En ambos casos jugaron papel preponderante las redes de cooperantes, que señalaban arbitrariamente o por conveniencias de poder a sus víctimas, y luego actuaba la Fuerza Pública o los paramilitares. El Consejo de Estado acaba de condenar a la Nación por la detención arbitraria de Correa D’Andreis, que desembocó en su asesinato mediante alianza del DAS con paramilitares.

El senador Uribe instaba no ha mucho a la ciudadanía a vincularse a las redes cívicas de cooperantes. Y el presidente Duque las mencionó en su segunda intervención televisada tras el ataque del ELN, como fórmula de trabajo mancomunado entre la ciudadanía y la Fuerza Pública para vencer el terrorismo. Lo que no se sabía es que ya en septiembre del año pasado se habían reestructurado estas redes en nueve departamentos. Sólo en Medellín reunían 40.000 miembros. Tampoco se han recordado revelaciones de wikileaks y la embajada estadounidense en 2007 según las cuales los jefes paramilitares Macaco, el Alemán y Jorge 40 confirmaban que “había un acuerdo con el Gobierno para que sus redes de informantes se incorporaran a las redes de cooperantes del Ejército” (El Espectador, 4,3,11).

“Con terroristas no se negocia”, declaró lapidariamente el comisionado Ceballos. Así recogía el guante que providencialmente le brindaba el ELN, para taponar cualquier solución negociada. Se sentirá el Gobierno en su salsa con sus redes de informantes. Pero haría bien en percatarse de que la de hoy no es la Colombia de la seguridad democrática. No, después de desarmar a la mayor guerrilla del Continente. No, tras el despertar de fuerzas alternativas que hace unos meses arañaron la presidencia. No, con casi 12 millones de colombianos que votaron contra la corrupción. No, cuando cientos de comunidades se reconstruyen, piedra a piedra, sanando heridas que supuran todavía tras la guerra y dispuestas a defender la paz contra viento y marea. Allá el ELN y la ultraderecha si deciden compartir todavía su gusto por la muerte en contienda signada por los mismos métodos fascistas: los de la Mano Negra. La gente no se dejará ya arrebatar el nicho de paz que está construyendo.

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Rodear la paz

Sí, se avecina una segunda fase de la guerra que se creyó clausurada con el Acuerdo de La Habana. Faltaba el coletazo de la otra guerrilla. Cuando nadie lo esperaba, la villanía del ataque terrorista a la escuela de cadetes adjudicado al ELN descorrió las compuertas de la lucha contrainsurgente. Un acto de suprema estupidez que el senador Uribe saludó, se diría jubiloso, con el retorcido argumento de que obedecía a la paz de Santos; y acaso también porque excitara sus fantasías de inmortalizarse en una guerra perpetua. No contaba, empero, con la general reprobación de su baladronada; ni con la ciudadanía que se volcó este domingo a protestar en las calles sin miedo contra la violencia y para pedirle al presidente no cerrar la ventana que le dejaba abierta a la paz. Ningún Popeye desfiló esta vez al lado del Centro Democrático pidiendo sangre.

Por su parte, otro factor coronaba la violencia: el asesinato sistemático de 426 líderes sociales en dos años ha obrado como obstáculo poderoso al cambio incorporado en los programas que apuntan a la paz en las regiones más martirizadas por el conflicto. Revivirá, pues, la guerra antisubversiva, allí donde más se ansía la construcción de paz; donde sigue el Estado ausente, y las élites se imponen a sangre y fuego. Donde, mal que bien, se incuba la paz. Grande es el riesgo de volver a involucrar a la ciudadanía inerme porque el ELN no son las Farc, cuyos campamentos podían identificarse y bombardearse. El ELN, en cambio, se mimetiza entre la población civil y toda ella resultará objetivo militar. Si no se privilegia el trabajo de inteligencia, renacerá la justificación profiláctica de la derecha que aprovecha el conflicto para desaparecer a sus contradictores políticos calificándolos de guerrilleros vestidos de civil. Invaluable favor de las guerrillas para acorralar al movimiento social, a las fuerzas alternativas de la política, y petrificar el país en estadios de abominación.
Camilo Bonilla, coordinador de un estudio que revela la sistematicidad en el asesinato de líderes sociales, afirma que “sectores del Estado han sido cómplices de la estrategia paramilitar […] principal victimario de líderes”. Es que “la cabal implementación del acuerdo supone transformaciones sociales que ponen en riesgo la hegemonía de ciertos grupos de poder que transitan entre la legalidad y la ilegalidad […] y acuden a estructuras armadas para neutralizar los intentos de cambio. Personas y familias emparentadas con el poder político y económico y que sienten amenazados sus privilegios acuden a los grupos armados”. (Cecilia Orozco, El Espectador, enero 20).

De reanudarse el conflicto armado donde más pesa el ELN —en Arauca, Chocó y Norte de Santander—, el impacto sobre la población civil podrá ser brutal. Se ha levantado en esas comunidades un clamor por reanudar conversaciones con esa guerrilla. Advierte una lideresa del Chocó que, si el Gobierno levanta la mesa, su comunidad las retoma, pues no quiere padecer de nuevo los golpes de la guerra. De lo contrario, se dispararán los asesinatos de líderes sociales. La misma angustia crece en el Catatumbo, en Cauca, en Nariño.

A tal drama podrá el sentido común ofrecer soluciones al canto: uno, que el ELN se allane a la exigencia del presidente de liberar a los 16 secuestrados en su poder y declare cese unilateral del fuego y las hostilidades, para reabrir la negociación política. Dos, que el Gobierno se decida, por fin, a implementar con el vigor necesario el Acuerdo, avanzando en reforma rural, planes de desarrollo territorial y proyectos productivos. Tres: aplicar de inmediato medidas eficaces de seguridad y protección de todos los líderes sociales, empezando por los amenazados. Sólo con decisiones de este tenor podrán combatirse el terrorismo y la violencia, y salvar la paz.

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Colombia, de vuelta al socavón

Perdió Duque el cuarto de hora en que podía todavía jugar con ambigüedades entre las palabras y los actos de Gobierno. Con su tácito respaldo a auxilios parlamentarios tamaño catedral; con decretos que favorecen el renacimiento oficial del paramilitarismo; con la revitalización financiera de Fedegán, gremio al uso de la élite más oscura y violenta, remacha el presidente el rumbo que enmascaraba pudorosamente, para devolver a Colombia de cabeza al socavón. Así acotado el espíritu de su mandato, al pacto nacional de enero 28 responderán los conmilitones naturales de la derecha: la clase parlamentaria, previa garantía de que podrá embolsillarse la quinta parte del presupuesto de inversión. Difícil seducir con semejante pastel a las fuerzas alternativas. A medio país que aspira al cambio con propuestas distintas o contrarias al militarismo y la inequidad y que completa el cuadro de la diversidad. El llamado de Duque a disolver distinciones entre izquierda y derecha –como si de un artificio diabólico se tratara– apunta a subsumir la oposición en el hegemón retardatario de su proyecto. A negar el pluralismo y el conflicto tramitado pacíficamente. A negar la democracia.

Para asegurar gobernabilidad, agiganta el partido de gobierno los añosos auxilios parlamentarios –ahora 20% del presupuesto nacional de inversión– y los eleva a norma constitucional. A su lado, la vieja mermelada dispensada para obras locales de los parlamentarios resulta una chichigua deleznable. Si corrupción y delitos de toda laya florecieron siempre al calor de estas partidas presupuestales, aquellos crecerán ahora en la proporción billonaria del soborno. Aquí, ¿quién la hace y quién la paga: sólo quien se manduquea los recursos, o también el mandatario que se hizo el desentendido?

Si empacha de mermelada a la clase política, no olvida a quienes añoran los ríos de sangre que con el acuerdo de paz devinieron riachuelo. Y expide decreto que “flexibiliza” las condiciones para adquirir y usar armas, dizque allí donde la gente corra peligro y deba defenderse. Sardónico eufemismo para nombrar el renacimiento de las temibles Convivir. La norma –promovida por el Centro Democrático, el Partido Conservador y la nueva cúpula militar, según Semana– entrega a la inquietante persona del ministro de Defensa la potestad de decidir a quién armar. Y a las guarniciones militares que no ha mucho cohonestaron los 10.000 falsos positivos. Así feria el Gobierno su monopolio del uso de la fuerza, principio fundacional del Estado de derecho, y delega en particulares la seguridad ciudadana.

Para rematar, le devuelve Duque a Fedegán el manejo de $93.000 millones anuales de recursos públicos, mediante contrato a 10 años cedido a José Félix Lafaurie, presidente de la agremiación, cuando corría licitación pública obligatoria para asignar la partida. Y mientras el dirigente de marras seguía sin explicar manejos irregulares a raíz de los cuales había perdido el control sobre esos recursos. Sustanciosa gabela que se suma a los 10 años de gracia por impuestos que el Gobierno le concede, entre otros privilegiados del campo, al latifundio ganadero. Porque sí. Por razón del inmenso poder que ostenta y defiende empleando todas las formas de lucha. Recuerda el investigador Alejandro Reyes que en tiempos de la reforma agraria de Carlos Lleras nueve clanes familiares poseían en Sucre 360.000 hectáreas, el 40% de la tierra del departamento. Su dominio se ha extendido a la política, al control social y al usufructo privado del erario.

El poder terrateniente y su desproporcionada representación parlamentaria han vuelto al mando. Y a la vera del camino, los ejércitos de civiles que aportaron su cuota macabra al desangre de Colombia. Y Duque ahí: solícito garante de la ultraderecha.

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