De Monseñor Builes al padre Chucho

Una velada incitación a la acción intrépida formula en plena misa el padre Chucho, en el país que se desangra. Advierte a grandes voces el prelado, Jesús Orjuela, que Colombia “se prepara para una guerra civil (pues) el pueblo sufre por un hombre que quiere destruir”. Evoca discurso y escenario de tonsurados que en tiempos de la Violencia instaron desde el púlpito a matar liberales, voz cantante del oscurantismo homicida del laureanismo que entre los fascismos había escogido el de Francisco Franco. Hieren doblemente sus palabras porque reabren heridas de aquella guerra santa y porque en la Iglesia ha terminado por prevalecer el compromiso con la paz. Monseñor Omar Sánchez, arzobispo de Popayán, reconvino al cura de marras: “uno no puede confesarse cristiano y manifestar signos de muerte … que destruyen vidas”, declaró. Se precave el prelado contra horrores que, si no obedecen hoy a conflicto entre liberales y conservadores, reeditan su pauta sangrienta: la insurrección retardataria cobró en solo un día 150 vidas en el pueblo de Ceilán.

Con la Violencia se respondió a las reformas sociales de la Constitución de 1936 pero, sobre todo, al desmonte del Estado confesional que perpetuaba el imperio de la Iglesia sobre la vida pública y privada en la nación. La Revolución en Marcha enfrentó el Concordato que imponía en la educación el dogma y la moral católicos y, fundando el orden político en la religión, extendía el régimen de privilegio de la Iglesia también al estatus ciudadano. 

Jerarquía de la Iglesia y dirigencia conservadora alentaron, a una, la rebelión contra el “diabólico estatuto”. Alberto Lleras escribió: las campañas de tipo fascista vienen de “eclesiásticos ardorosos que están organizando campesinos y estimulando una cristiana insurgencia de clase”. Para la Iglesia, la reforma de López Pumarejo es sacrilegio; para el partido azul, un atentado a la identidad conservadora edificada en la simbiosis de lo sagrado y lo político. Recuerda Daniel Pécaut que, con apoyo del episcopado y de miembros del notablato económico, se crearon en Medellín organizaciones paramilitares como la llamada Alianza para la Fe.

En esta guerra contra la secularización del Estado descolló el fundamentalismo ultramontano de Monseñor Builes. Para el purpurado, “los obispos que no defenestran desde el púlpito la apostasía roja no son más que perros echados”. Y su Pastoral 10, 9, 44 reza: “si en las divinas escrituras se os llama Señor de los Ejércitos, contened las fuerzas del infierno (…) burlad sus sacrílegos intentos, tronadles en vuestra ira, conturbadlos en vuestro furor, quebrantadlos con barra de hierro y despedazadlos como artefacto de barro”. Ya el canonizado monseñor Ezequiel Rojas, había llamado a empuñar las armas contra los liberales en la Guerra de los Mil Días.

Las revoluciones liberales separaron hace siglos Iglesia y Estado, disolvieron el haz de poder que mezcló política y religión. Conquista admirable de la modernidad. Pero en Colombia es camino incierto marcado por pugilatos en la Iglesia, que se embarca en la Teología de la Liberación inspirada en Juan XXIII y alcanza su clímax en el Celam de Medellín en 1978, para desbarrancarse luego en el abismo reaccionario de Juan Pablo II y sellar con el broche ominoso de su sabotaje a la paz en el plebiscito de 2016.

Pero el episcopado de Colombia se compromete ahora como mediador en el conflicto y apasionado animador de la reconciliación. Tal vez comprendió que la mengua del rebaño responde a la derrota de la opción social por los pobres; donde no podían sino germinar flores carnívoras como esta del padre Chucho, desapacible émulo de monseñor Builes.

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La educación soñada

Para llegar hasta la idea de educación que hoy se ventila, afincada en la ciencia, en el arte, en el pensamiento crítico, en la formación del carácter, tuvo este país que doblegarse primero a la educación confesional de la Iglesia Católica (causa, entre otras, de las guerras civiles y la Violencia) y avanzar a tumbos hacia la educación laica del Estado liberal, hasta desembocar en el proyecto de la ministra Aurora Vergara: elevar la educación de servicio público a derecho fundamental que asiste a todos los colombianos, desde prekínder hasta universidad; y apuntar a un cambio drástico en el currículo y en la calidad de la enseñanza. Gaje del Estado social de derecho.

Cuando muchos temían encontrar en esta reforma la impronta gremialista, tan exigente en gabelas para los maestros como abúlica si de calidad de la educación se trata, el Gobierno da sorpresa colosal: dos proyectos de ley. Uno, principalmente para refinanciar a la universidad pública que desde hace 30 años recibe el mismo presupuesto, para una población universitaria que saltó de 150.000 estudiantes a 650.000. El déficit acumulado a la fecha es de $18 billones. Además, el Gobierno aspira a la gratuidad en la universidad pública y a crear medio millón de nuevos cupos en ella, sea para formación técnica, tecnológica o profesional.

Pero, como en salud, poco se logra ampliando la cobertura sin abordar los graves problemas de calidad en la educación. El otro proyecto, el de la Ley estatutaria, regula el derecho fundamental a la educación como eje del sistema, fuente de equidad y propulsor en la búsqueda de otro país. De un nuevo modelo productivo -diría la misión de sabios que en 2019 escribió el informe Colombia, hacia una sociedad del conocimiento– desde la revolución industrial en ciernes, la producción integrada, la convergencia de tecnologías y disciplinas. En el entendido de que el crecimiento económico sólo es sostenible si se acompaña de equidad e inclusión.

Para el debate que se avecina, pocas fuentes de inspiración tan a propósito como el documento de marras. Gloso dos ideas suyas. La reforma parte de sustituir el modelo basado en la enseñanza por otro anclado en el aprendizaje contextualizado que enseñe a pensar, que propicie la crítica, que enfrente retos desde la innovación y la creatividad, que posibilite soluciones. Reivindica una educación cimentada en el conocimiento científico, en los desarrollos de la tecnología, en la investigación guiada por la curiosidad, en la creación. El reto, escriben los sabios, será convertir la ciencia, la educación y la cultura en ejes del desarrollo del país, e integrarse a la sociedad global del conocimiento. Sin el concurso de las ciencias y las artes, escriben, ningún país ha logrado desarrollar tecnología ni innovación ni fortalecer su productividad.

Invitan a redimensionar el rol del maestro para convertirlo en ejemplo vivo de lo que significa ser aprendiz en el siglo XXI: “un referente de flexibilidad, de apertura, de renovación de aptitudes, saberes y prácticas…” sin sacrificar el rigor de la ciencia. Invitan a una educación que cree vínculos emocionales, pasión por el conocimiento, por la cultura, la ciencia y el arte… que cultive el asombro, el descubrimiento y la invención… E instan, como ahora la ministra Vergara, a propiciar un acuerdo sobre la educación entre Estado, empresarios y organizaciones de la sociedad para cifrar el desarrollo en el capital humano y en la investigación científica.

Tal vez ningún proyecto de reforma augure, como éste, consenso en sus trazos mayores. Tal vez nadie se atreva a transformar su discusión leal e informada en cantera de propaganda. Tal vez nadie quiera malograr esta oportunidad única de marchar hacia la educación soñada. 

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El obispo, el censor y el general

Aun en la traumática depuración de Colombia como Estado laico, escandaliza esta cruzada del jefe de la Policía, general Henry Sanabria, por convertir la institución de seguridad y defensa en congregación mariana. El alud de misas y rosarios y procesiones y conjuras al Maligno impuesto a 160.000 hombres, evoca la recurrente fusión de la espada, la cruz y el bozal que ha signado la historia de la nación. Revive figuras que, encarnación de las llamadas fuerzas vivas de la patria, conspiraron contra el divorcio de Iglesia y Estado y militaron en la causa de la guerra santa: el obispo, el censor, el general. Monseñor Builes disparó homilías que catapultaron la violencia contra el reformismo liberal y la modernidad. Alejandro Ordóñez despachó con la Biblia desde una procuraduría sembrada de crucifijos, para negar la paz hace seis años, de brazo con las jerarquías católica y evangélica. En este intercambio de roles, el prelado vistió la retórica del fusil, el jefe del ministerio público, la sotana, y el general cubrió su pistola al cinto con los tules de la Virgen María.

En tal usurpación del Estado liberal aletea el fundamentalismo ultramontano de un monseñor Builes, convertido en poder político labrado en la violencia. La guerra contra el Estado “impío y ateo” que su aliado Laureano convocara se resolvió 75 años después en estocada contra la paz. La ofensa al sufrimiento de los colombianos pronto despertó el antídoto avasallado en la Iglesia: hoy respira en ella el compromiso de un monseñor Jaramillo con la reconciliación en Buenaventura y 38 obispos recibieron piadosos esta semana la palabra del Papa: ser pastores para su pueblo y no prelados para el poder. ¿Son suficientes síntomas de cambio?

Tras la ofensiva de Ordóñez medraba el partido político Voto Católico, reducto que abomina la “ideología de género” y el “laicismo militante”, y justifica la resistencia armada contra gobiernos “perversos” porque prescinden de Dios, contra la superstición diabólica de la democracia liberal. Invoca la Inquisición y el fascismo de Primo de Rivera, savia de la alianza conservadora-clerical que consagró la patria de Cristo-Rey elevada a poder del Estado. Y alimentó también a la secta lefebvrista del procurador.

Trocada aquella divisa en gesta moralizante desde la religión, el general Sanabria reconviene todos los días al cuerpo de Policía contra el divorcio y el adulterio que allí campean, no sin denigrar también de la mujer. Como si el divorcio no fuera legal o si el adulterio fuera delito en Colombia, apunta la investigadora Olga Lucía González. El problema, agrega, es que Sanabria es el jefe de un cuerpo civil encargado de proteger los derechos y libertades públicas. Ha suplantado la acción anticorrupción en la Policía por cacería de policías homosexuales, ateos, impíos u organizados en unión libre para forzarlos a casarse.

Por tres caminos porfía la avanzada hacia el Estado clerical en Colombia,  puesta la mira en una teocracia (¿sangrienta?) Como la de Calvino en Ginebra, que despuntó con muerte en la hoguera para el librepensador Miguel Servet, culpable de negar, entre otros, el dogma de la Trinidad Inmóvil. Ya se recordaba en este espacio que el ginebrino escribió la primera guía teológica y política de la doctrina evangélica, pareja inspiración de la Inquisición católica: toda crítica a su creador será por fuerza ofensa al poder político que lo representa. Como la libertad de conciencia es doctrina del demonio, quien la ejerza debe morir. Este catecismo es a la vez pauta de fe y ley orgánica de Estado.

Va para nuestra trinidad de obispo, censor y general esta glosa de Stephan Zweig: cuando un credo se toma el poder del Estado, pone en marcha la máquina del terror; a quien cuestione su omnipotencia le corta la palabra y, casi siempre, la garganta.

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