Represión homicida en 2021 clama justicia

Ni Alberto Fujimori ni Iván Duque dispararon contra nadie. Pero al expresidente peruano se le adjudicó “autoría mediata en estructura de poder organizado” por el asesinato de 25 civiles en 1991, a manos de fuerzas de seguridad bajo su mando. Lo sentenciaron a 25 años de prisión. Aunque se trata de experiencias distintas, a la luz de la justicia internacional se inquiere si la brutalidad de la Policía que aquí cobró decenas de vidas entre manifestantes inermes en 2021 invocaría la misma figura jurídica, toda vez que el Esmad obedeció a lineamientos del alto Gobierno y éste  desestimó la villanía de sus hombres. 

Para el profesor Alfonso Daza, el concepto remite a la persona natural que debe responder penalmente por agravios contra la población civil cometidos, entre otros, por la Fuerza Pública. Podrá preguntarse si, como a los manifestantes se les dio trato de insurgentes, de enemigo interno, cabría el concepto de la Corte según el cual, en contexto de conflicto armado, aunque una autoridad no participara directamente podría tener responsabilidad de superior por omisión. O sería la ley del embudo: profilaxis de inmaculados custodios del orden sobre ciudadanos con enseña de subversivos porque protestan. 

Las ONG Indepaz y Temblores acopiaron un arsenal de pruebas que les permitieron concluir: “la violencia homicida se ha cometido en medio de una decisión del Gobierno Nacional y de los mandos de la Fuerza Pública de promover un uso desproporcionado de la fuerza y tolerar el uso de armas de fuego con métodos de terror contra la protesta social”. El país entero registró horrorizado homicidios, lesiones oculares, violencia sexual, desapariciones y detenciones arbitrarias contra los manifestantes. Certificaron aquellas 75 asesinatos en el marco del paro, 44 de los cuales con presunta autoría de la Fuerza Pública, sólo en los dos meses que corren entre el 28 de abril y el 28 de junio de 2021. 

De parecida jaez son los informes de la CIDH, de Human Rights Watch, de la ONU y la OEA, de Amnistía Internacional y los reclamos del Papa, el Parlamento Europeo y la bancada demócrata de Estados Unidos. Muchos denunciaron alarmados una violencia oficial comparable a la de Nicaragua. Y ni siquiera en esa dictadura se hubiera visto al presidente ataviado de policía en la noche que más muertos contó, sin una palabra de consuelo para las víctimas, sin un reproche para subalternos que disparaban contra la multitud, y sí, en cambio, con abrazos y lisonjas para aquellos “héroes”. Héroes que a todos los crímenes y excesos sumaron el de la violencia sexual desbocada, machista y sin control, como lo denuncia hoy en informe sobrecogedor Amnistía Internacional.

La pregunta no cesa: ¿quién dio la orden? ¿Quién en el paro, quién en los falsos positivos? No siempre se emite una orden expresa, explica Daza, ésta puede ser difusa, pero tiene que haberla. La responsabilidad predominante es del autor mediato, por el superior dominio de la decisión. Nuestra Corte Suprema cooptó la doctrina de que en aparatos de poder organizados, los delitos pueden recaer sobre el dirigente, el coordinador y el directo ejecutor o subordinado: eslabones articulados en plural coautoría, comprometen a toda la cadena de mando. Y esta autoría será por acción o por omisión. Señala Maria Emma Wills que hay órdenes explícitas, pero las hay también implícitas, a veces en una atmósfera de tolerancia con el crimen en la organización. Obedecen a una cultura institucional, a normas formales e informales que la dirigencia adopta y por la cual debe responder: o se dio la orden, o se cohonestó el crimen por omisión. Si no se configurara contra ese Gobierno imputación judicial por el horror causado, ¿tampoco merecería sanción social y política?

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz Navidad a los amables lectores.

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Piérre Gilhodés

Murió el más entrañable colombiano de los colombianistas. ¡Cómo duele! Una fila interminable de discípulos, estudiosos, dirigentes, líderes sociales y personas del común acusa aturdida el golpe de la Intrusa. Más de medio siglo vivió Piérre Gilhodés en Colombia, gran parte en Chaparral, patria chica de su esposa y el otro nido del francés. Investigador severo, inveterado correcaminos, la singularidad de sus tesis abonó el mundo de la academia y trazó pautas de análisis que perduran. Obra seminal en la materia, su libro Las Luchas Agrarias en Colombia demostró hace décadas que los conflictos por la tierra han signado la historia del país. El incesante trasegar por su geografía y sus gentes, por cifras y exploraciones de primera mano sobre la cosa agraria, trazó la ruta del asesor de Incora que, todavía joven, llegó a Colombia en los años 60. Después cofundaría la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado. Sería su docente estrella, brújula de un programa de estudios que otros replicaron, tutor y amigo de sus colegas y de la muchachada.

Más que observador del país, penetró Gilhodés en las raíces de su historia reciente. Las mostró a legos, entreverando el saber con el afecto y, con sus pares, se batió desde la ética de la lealtad en el acuerdo o en la discrepancia. Fue interlocutor natural del campesino, del guerrillero en negociación de paz, del empresario; contertulio de presidentes y expresidentes. A esta tierra ingresó por la puerta grande de La Vorágine, La Violencia en Colombia y el monumento irrepetible de Virginia Gutiérrez de Pineda, La Familia en Colombia. Se metió en mil problemas de teoría política, hasta sorprender con enunciados como aquel de que nuestros partidos tradicionales, a leguas de la modernidad, eran subculturas diferenciadas pero complementarias; que permitieron la alternación, mas no la alternativa. Debió de sentirse maravillado Gilhodés cuando vendría ésta a imponerse ahora por la fuerza de la historia.

Verdades de a puño hoy que en su hora arriesgó el maestro sobre historia y milagros de la política colombiana, son ya patrimonio de este sedimento teórico. Si en los años 30 -escribió- se intentó la modernización de los partidos, la Violencia, el clientelismo y el Frente Nacional los fosilizaron y los despojaron de toda legitimidad. Y no es que el régimen de coalición los fusionara sino que borró sus fronteras. Desapareció la noción de oposición y, con ella, un paral de la democracia. Barco resucitó el sistema de gobierno y oposición, pero a poco, en 1990, se volvió a las andadas del Frente Nacional. Entonces se eternizaron estas colectividades como partidos de notables y de electores, no de afiliados. Montoneras arriadas por jefes que inclinan la testa ante el mejor postor. Se dirá que hoy encarna César Gaviria la versión más depurada de tal partido de notables y, para rematar, sin electores. O casi. Coalición heteróclita de intereses locales y dispersos, reunidos sólo para gozar de una etiqueta rentable, precisó el maestro. Cascarón a la deriva en el mar de corrupción que había motivado la Constituyente del 91.

Como si fuera hoy, expresó Gilhodés hace 30 años: Colombia enfrenta la disyuntiva de madurar en democracia, con justicia social y reconciliación en la búsqueda del progreso; o bien ahogarse en la putrefacción que superpone crisis, guerrillas, narcotráfico, degeneración clientelista y el dinero como valor supremo. Se impone la creación y consolidación de partidos políticos sólidos: con partidos del siglo XIX, no habrá Constitución para el siglo XXI que valga. 

Para la mar de los que nos sentimos huérfanos con la desaparición de Piérre Gilhodés, ahí está el maestro en su obra. Fecunda, provocadora y vital, como dijo él que debía ser el trabajo intelectual.

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ELN: ¿paz en armas

Sentimientos encontrados se tejen en la reanudación de diálogos con el ELN: esperanza, pues esta vez concurren circunstancias inéditas que prometen allanar el camino de la paz; pero también desconcierto porque sería ésta la primera vez que se negocie un conflicto sin exigir entrega de las armas, es decir, sin garantía de terminarlo. Además, podrían ellas derivar en espada de Damocles para presionar el cumplimiento de cada decisión parcial que la mesa adopte. Así, el ELN actuaría como veedor armado sobre el ejercicio del Gobierno legítimo y aumentaría el poder del fusil para contiendas menos nobles. Como su batalla por rutas del narcotráfico.

Entre las ventajas de este proceso, descuella el que nunca había la insurgencia negociado con un Gobierno de izquierda, abanderado de reformas parecidas a las que el ELN agitó y voz del pueblo que esa guerrilla presume representar. Al punto que ésta bien podría decretar pacto de adhesión al programa que triunfó en las urnas gracias al Acuerdo de La Habana y a la presión de los inconformes en las calles. No lo hará. Sobre todo porque cuidará la prolongación indefinida de la mesa como tribuna de propaganda ante el mundo, recurso archiconocido del ELN.

Tampoco se había integrado en el cuerpo de negociadores oficiales a un José Félix Lafaurie, vocero del partido y de elites agrarias que han fungido como ardorosos enemigos de la paz. Ni había sido tan completa y diversa la representación de la sociedad en el equipo negociador. Un gran motivo de esperanza: que la suerte  de la negociación se depositara en la inteligencia, la experiencia y la sindéresis de Otty Patiño, con la Constitución del 91 como barrera infranqueable. Y la decadencia ideológica del ELN, que sustituyó la lucha por el poder del Estado para erigirse en alternativa, por la guerra de varios de sus frentes contra rivales para prevalecer en el narcotráfico. Poder militar y económico que hiere de muerte el carácter político de esa guerrilla.

Mas contra estas auspiciosas circunstancias conspira el objetivo declarado: no buscar que el ELN entregue las armas, sino que no las dispare. Fórmula matizada por el proyecto temporal de desescalar el conflicto mediante una agenda humanitaria para ahorrar sufrimiento a la población, cese el fuego y acuerdo final en la mira. Como acaba de anunciarlo la mesa. Ya se aludía en este espacio a las objeciones de Sergio Jaramillo al modelo de negociación por acuerdos parciales, de concesiones sin contraprestación, porque no garantizan el desarme final, que es la finalidad de todo proceso de paz. Ni asegura la desmovilización de los poderosos mandos medios, ni el desmonte de los negocios ilícitos. 

Tampoco habla (¿hablará?) de las víctimas: de los 450.664 muertos habidos en el conflicto sólo entre 1985 y 2018 (la mayoría civiles según la Comisión de la Verdad) 122.000 de los cuales corren por cuenta de las guerrillas; ni de los 9.646 secuestrados por el ELN. ¡9.646! Ni de Machuca, la dantesca conflagración de un río por acción del grupo armado contra el oleoducto, que causó 84 muertos. Ni pide perdón por el atentado a la Escuela de Cadetes de la Policía que cobró hace tres años la vida de 22 muchachos.

Promisorio podrá resultar el diálogo, pero sin reconocer el horror causado, sin allanarse a la justicia y sin deponer las armas, será canto de sirena. De la cabal implementación del Acuerdo de la Habana, de la eficacia en los planes contra la pobreza, de la acción persuasiva de una Fuerza Pública que mantenga en alto la guardia y de la entereza de los negociadores del Gobierno dependerá el buen suceso de esta negociación de paz. Paz sujeta a la desmovilización final del ELN, no convertida en apaciguamiento. Paz en armas es contradicción en los términos.

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Falsos positivos: de pájaros y escopetas

Para salvar la cara cuando su partido abre campaña electoral de mitaca, el expresidente Uribe hace de la historia una caricatura. Caricatura macabra esta vez, para convertir a las víctimas en victimarios. “Los falsos positivos -escribe paladinamente- parecieron una estrategia para deshonrar la Seguridad Democrática y afectar a un Gobierno que había conquistado cariño popular”. Las 6.402 ejecuciones extrajudiciales certificadas por la JEP para el período en que Uribe gobernó (la más pavorosa atrocidad de la guerra que campeaba) habrían sido un simple ardid de sus detractores políticos. Y, por extensión, de la Colombia y del mundo que registraron horrorizados la matanza. A su lado, otras políticas de aquella Seguridad: las de crear una red de un millón de informantes civiles y, a cuatro años, un contingente de cien mil soldados campesinos de apoyo al cuerpo profesional. Medidas que tributaron al despliegue del paramilitarismo, al asesinato de inocentes para presentarlos como bajas en combate; y abrieron puertas a la guerra civil, a la irrupción de la población como protagonista de la guerra.

Confeso responsable de falsos positivos, el coronel (r) del Ejército Gabriel Rincón declaró que la exigencia de mostrar resultados en bajas respondía al imperativo del comandante del Ejército de acopiar “litros de sangre, tanques de sangre”. “Por tener contento a un Gobierno”, adujo el cabo Caro Salazar, cabía todo, aun la alianza con paramilitares. Dos coroneles describieron la acción de “una verdadera banda criminal” en el seno de la Brigada 15 que ellos comandaron. El 25 de julio pasado imputó la JEP a 22 militares más por la comisión de falsos positivos, por los cuales la justicia había ya condenado a otros 1.749 uniformados. Para Jacqueline Castillo, vocera de Madres de Falsos Positivos, las revelaciones de la JEP “prueban que la Seguridad Democrática fue una política criminal (…) sistemática y generalizada, bajo el ala de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios para quienes entregaran resultados macabros”.

Y sí, sólo en el primer año del Gobierno Uribe aumentaron estos crímenes 138%, dice La Pulla, y entre 2004 y 2008 se presentó el mayor número de falsos positivos en el país. A la cifra fatal, que escandalizaría aun a las dictaduras del Cono Sur, llegó la JEP contrastando fuentes oficiales y no oficiales: de la Fiscalía, del Centro Nacional de Memoria Histórica, de la Coordinadora Colombia-Europa-Estados Unidos. La JEP registró confesiones, contrastó fuentes y verificó los hechos. Ninguna autoridad jurisdiccional del país o del mundo ha cuestionado este resultado.

La red de informantes de marras derivó en abusos y detenciones arbitrarias a granel; y el programa de soldados campesinos expuso a las comunidades a nuevos riesgos en el conflicto. Primer efecto, se dispararon los falsos positivos. Integrada por civiles  remunerados y con instrucción militar, pronto la primera dio lugar a las Convivir, matriz del paramilitarismo. Mimetizados en la entraña misma de la comunidad, los soldados campesinos cumplirían de preferencia labor de inteligencia: reportarían movimientos de extraños. La estrategia apuntaba, como en la Rusia de Stalin y en la Italia de Mussolini, al apoyo de la población al régimen. Ya escribía Antonio Caballero que el fascismo está menos en la represión que en el entusiasmo generalizado por la represión.

A los falsos positivos, a la red de informantes y de soldados campesinos se sumó la transformación del DAS en órgano presidencial de espionaje a la oposición y de persecución a la Corte Suprema que juzgaba a la parapolítica. En todas las aristas de la Seguridad Democrática mandaba El Supremo, desde arriba. La queja que Uribe emite hoy evoca la parodia de los pájaros que disparan a las escopetas.

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La Paz Total necesita un viraje

Cuando menos se esperaba, en la trama más punzante entre antagonistas, podría terminar Petro emulando a Álvaro Uribe: repetiría el desatino de conceder estatus político a organizaciones criminales. Lo intentó el expresidente en 2005 tras el Pacto de Ralito con las Autodefensas, pero la Corte Suprema esquivó el lance, pues la mayoría de sus jefes eran una y misma cosa con el poder mafioso y el narcotráfico. No les cabía la condición de sedición. Y este Gobierno, cautivado por su propia oferta de Paz Total, ensaya atajos para dar a armados de toda laya trato de alzados en armas contra el Estado, muchos de cuyos agentes civiles y militares han marchado de gancho con los maleantes. O con organizaciones paralelas a la Fuerza Pública creadas por el Estado mismo, como las Convivir, germen del paramilitarismo.  Protesta Sergio Jaramillo, voz autorizada en cosas de paz, por el lenguaje con que el Gobierno exalta a las bandas criminales. Las llama insurgencias, organizaciones políticas, les habla de cese el fuego y deposición de armas, de paz y fin del conflicto; como si bandas de homicidas entregados a enriquecerse pudieran prefigurar alternativa al orden instituido. Concesión desmesurada que ultraja a sus víctimas y se ríe de los colombianos.

Deplora Jaramillo que, por andar negociando con narcos, deje el Gobierno huérfano el Acuerdo de Paz. Y critica el modelo de negociación por acuerdos parciales, de concesiones inaugurales sin contraprestación, porque no garantizan el desarme final, meollo de todo proceso de paz. Tampoco aseguran la desmovilización de los mandos medios que llegarían a reemplazar a la cúpula desmovilizada, ni la disolución de sus estructuras militares, ni el abandono de los negocios ilícitos. Tal como sucedió con las Autodefensas,  recicladas en las bandas criminales que hoy querrán reeditar la fórmula. De aquellos 31.671 desmovilizados sólo el 2% ratificó su postulación a la Ley de Justicia y Paz. Por lo que toca al ELN, único grupo armado con carácter político, sorprenden las gabelas que de entrada se le ofrecen (cese el fuego, revisión de la extradición, entre otras) sin horizonte definido de negociación.

Jaramillo objeta también que se les permita a las bandas criminales pavonearse entre comunidades, a la manera de guerrillas que, sin pueblo, buscan afanosas base social para cañar en la negociación. Hoja de parra, se diría, de la pobreza ideológica que los distingue. Presume Iván Garzón que muchos querrán ahora desempolvar manuales de doctrina “para levantar su maltrecha imagen de señores de la guerra y presentarse como guerreros románticos que representan a sectores excluidos, una cantaleta que el triunfo del Pacto Histórico desvirtuó”. 

A las dudas, reconoció Iván Cepeda, jefe de la Comisión de Paz del Senado, que podía haber equivocaciones u omisiones,  pero que el fundamento de la Paz Total es la implementación del Acuerdo Final suscrito con las Farc; esa es la base, añadió, para construir otros procesos y para superar las causas históricas de la violencia. Por su parte, en iniciativa nunca vista, invitaba el Presidente a unirse en diálogos regionales vinculantes para alimentar el Plan Nacional de Desarrollo con propuestas de las regiones, e iniciaba en Turbaco una ronda por 50 municipios. 

Enhorabuena. Confiable como es la palabra de Cepeda y revolucionario el plan de nutrir la paz con el sentir de la ciudadanía como insumo esencial del cambio, cabe esperar un viraje en el proceso que despunta. Mas la impactante innovación de acometer a un tiempo diálogo de paz y consultas regionales deberá acompañarse de dos elementos insoslayables: uno, no negocia con bandas criminales el Gobierno sino la Fiscalía; dos, si el modelo de paz no incorpora acción decidida de la Fuerza Pública para brindar seguridad, la paz sería un juego de azar.

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Petro: la revolución de la no violencia

Su propio ascenso al poder por las urnas y no por las armas es a un tiempo mentís a la religión guerrillera de la lucha armada y principio de acción para su Gobierno y las Fuerzas Armadas. Es salto de la estrategia de seguridad a bala contra la gente, a la de Seguridad Humana por la vida de la gente. Mas, ante el conato de sublevación de un Duque resoplante en su irrelevancia contra el nuevo mandatario elegido por la Colombia plural representada en la Plaza de Bolívar, Petro se hizo acompañar de la espada del prócer. Resultó equívoco el símbolo, bélico, antípoda del camino pacífico que lo llevó a la presidencia. Arma de una libertad que fue más generosa con la elite criolla, imitadora vergonzante del chapetón, que con la “guacherna”. Arma del Bolívar que predicó la Ilustración y emancipó, pero se permitió veleidades como la de su Constitución Boliviana, una propuesta de dictadura con presidente vitalicio. Con todo, prevalecieron la intención de evocar en Bolívar el mito fundacional de la nación y el sueño de que pueda ella un día sustentarse en el pueblo. Y en la paz.

A la política de muertos y muertos inocentes antepone Petro su Seguridad Humana en defensa de la vida, mediante acción integral del Estado contra la violencia en los territorios. Y confía su liderazgo a la nueva cúpula militar. Tareas suyas serán defender los derechos humanos y la paz. Por oposición a la instrucción que en los cuarteles permitió la ejecución de 6.402 falsos positivos entre 2002 y 2008, agrega Petro que el éxito no estriba en el número de bajas sino en las vidas salvadas. El ascenso se concederá ahora por impedir la masacre o el asesinato del líder social o por resultados en pacificación del territorio. Vuelta a la consigna de “la victoria es la paz” y contrapartida radical a la divisa uribista de tierra arrasada a la que Duque sumó una corrupción desbordada.

Conlleva el nuevo enfoque cambios en la normativa militar, acaso inspirados en la doctrina Damasco que el Ejército adoptó en 2011: misión de la tropa será, además de brindar seguridad y respetar los derechos humanos, ponerse al servicio de la comunidad. Para el coronel Pedro Javier Rojas, entonces director del Centro de Doctrina del Ejército, éste debe adaptar sus principios a la cambiante realidad. Lejos de guerra civil o de amenaza terrorista, Colombia enfrenta un conflicto armado sujeto al derecho internacional humanitario. Tras medio siglo de guerra contrainsurgente apoyada en la doctrina de seguridad nacional de la Guerra Fría contra el enemigo interno que dio lugar a los peores excesos, era hora de cambiar el enfoque para terminar el conflicto y cifrar la política militar en la paz. Pues bien, en ello se avanzó entre 2011 y 2018, hasta cuando Duque y su partido volvieron a las andadas, sobre un mar de sangre.

Cuando por ventura reconoció excesos, habló de manzanas podridas. Pero el experto Armando Borrero sostiene que la responsabilidad es institucional: ante prácticas tan monstruosas como los falsos positivos, el Ejército debe preguntarse si ellas obedecen a lineamientos de la institución o a fallas de procedimiento. El primer obstáculo a la autocrítica, argumenta, es la politización de las Fuerzas Armadas, tras décadas de lucha contrainsurgente. Fenómeno comprensible en Fuerzas que son políticas por definición, pues encarnan el poder del Estado. Otra, inadmisible, es su politización partidista. Podrá un general batirse en divisa política por la patria; pero nunca participar en debate contra un candidato a la presidencia.

El presidente Petro ha marcado ya su tónica de cambio. En la inflexión de “Seguridad Democrática” a “Seguridad Humana” jugarán los uniformados papel estelar. Como protagonistas en esta revolución de la no violencia, podrán empujar al país hacia la paz y, en tal misión, restablecer el honor mancillado.

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