Hambre y violencia

He aquí los brazos de la tenaza que este Gobierno apretó hasta desencadenar una crisis social sin precedentes en décadas. Mientras el crimen organizado controla a sangre y fuego territorio y población en la tercera parte del país –como lo probó el paro armado del Clan del Golfo–, en Medellín, segunda ciudad de Colombia, parece cogobernar con las autoridades, y el gran capital hace la vista gorda. En grosera concentración de la riqueza que se traduce en una o dos comidas diarias para el 30% de los paisas, la cúpula del empresariado antioqueño alardea del “milagro” de Medellín. No oye la balacera de combos y organizaciones armadas que así someten a las comunidades desde su propio seno. Ni registra el viraje en boga de grandes corporaciones que en el mundo amansan el orgiástico principio de la ganancia a toda costa y se proyectan hacia un capitalismo social. Es en la desigualdad y en la penuria donde fructifica la violencia. Se sabe. Los investigadores Alcides Gómez, Hylton y Tauss describen el paradójico sistema que genera, por un lado, pobreza a escala industrial y, por otro, capitalismo desenfrenado. Gestión institucional moderna y dominio del crimen organizado. Coexistencia de dos formas del capital: una lícita, otra ilícita.

Mas no se contrae el caso a Medellín. El paro del Clan del Golfo, escribe Gustavo Duncan, fue demostración de fuerza de quienes gobiernan de facto en más de una región, y de la incapacidad del Gobierno para apersonarse de la seguridad. Abundan los armados que controlan territorios enteros y a su gente mediante milicias que vigilan e imponen su ley con puño de hierro. Para revertir la situación, no sirve ya el modelo de derrota militar de un ejército insurgente. Ahora se trata de desmantelar estructuras armadas vinculadas al crimen que viven en el seno mismo de la comunidad y guardan el orden interno. Se impone, dice Duncan, un trabajo de inteligencia para judicializar a los facciosos y un despliegue de fuerza pública por el territorio entero que ofrezca protección y garantías a la población.

Para Gómez et al, el cambio en Colombia tendría que empezar por Medellín, asiento de una élite económica poderosa y de mafias que a menudo cogobiernan con la administración municipal. Aquí el capital ofrece niveles extremos de concentración. Han perpetuado sus agentes el poder mediante el control de la política, de autoridades públicas, de regímenes jurídicos, de derechos de propiedad, de la política económica. El GEA (Grupo Empresarial Antioqueño), gobierno de facto no elegido e inamovible, representa hoy el 7,1% del PIB nacional y paga impuestos irrisorios, mientras la precariedad impera en todas las comunas que rubrican con su hambre el “milagro de Medellín”. Contraste violento que es fuente de desigualdad y caldo de cultivo para el reino de la ilegalidad. Por su parte, las mafias organizadas en torno a la Oficina de Envigado –agregan nuestros autores– supervisan la vida cotidiana de la gente en media ciudad; cierran vínculos con la autoridad, con la política y con el mundo de los negocios, financiando alguna campaña y lavando dinero de la droga.

De candidatos para el cambio se espera la solución: depositar en el Estado el monopolio de la fuerza y de la ley. Pero, además, combatir el abandono y la miseria en los que la violencia y el crimen germinan, transformando el modelo de desarrollo. Saltar del rentismo y la especulación –religión del privilegio– a la producción intensiva en el campo y a la industrialización, catapultadas por la aplicación en ellas de ciencia y tecnología. Su efecto probado en 70 años de Estado social: redistribución decorosa del ingreso y tasas crecientes de empleo formal. Empezando por conjurar el hambre y el recrudecimiento de la violencia, vergüenzas sólo dables en regímenes despiadados como éste que Duque impuso.

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En Colombia, un capitalismo hirsuto

Motivo “reestructuración”, El Colombiano prescindió del columnista Francisco Cortés Rodas en el día del periodista. Al parecer, no tolera ese periódico la opinión libre sobre verdades que violan su intimidad con los grupos de poder en Antioquia. Piedra de escándalo habría sido la columna que el catedrático tituló “El capitalismo paraco y los empresarios honorables”.

Nuestros grupos capitalistas –escribió él– no son moralmente virtuosos. Aquí se desarrolló también la fórmula extrema de un capitalismo sin ley ni orden que podrá llamarse “Capitalismo paraco”; con apoyo de los Gobiernos de turno y gracias a una alianza entre paramilitares, narcotraficantes, políticos y “honorables empresarios”. Uno de ellos –dice– es José Félix Lafaurie, denunciado de tales vínculos por el dirigente ganadero Benito Osorio, cuya revelación reafirma Mancuso: para él, la de Fedegán y AUC  fue una “alianza gremial, política y militar de alcances que la sociedad colombiana aún no ha llegado a imaginar”. Entre otros, un sangriento proceso de apropiación de tierras.

Hay capitalismos de capitalismos, argumenta Cortés. En Antioquia floreció uno “virtuoso” construido mediante estructura empresarial de propiedad cruzada llamado GEA. Virtuoso sería porque ha generado empleo y mejorado la calidad de vida. Un capitalismo benévolo, inscrito en la línea de la filantropía moderna, pese al pecadillo de Argos que compró con ventaja tierras de campesinos en situación de desplazamiento. Pero filantropía es caridad, no justicia social. Se pregunta el columnista si benévola será la fórmula corporativa que al GEA le permitió usar una empresa pública como EPM para sus propios intereses. Para mantenerse y expandirse, este capitalismo se habría valido de la razón y de la ley, pero también de la fuerza, la violencia y la apropiación de bienes ajenos. Excesos propios de su natural voracidad, que demandan una transformación del orden político y económico capaz de regular el capitalismo y redistribuir la riqueza.

Para Juan Manuel Ospina (El Espectador enero 28), el discurso liberal del dejar-hacer mueve a grandes empresas que terminan por destruir las instituciones del capitalismo de libre mercado. En la base del fenómeno, el desplazamiento del poder de los accionistas –los dueños de la empresa– a sus administradores  que, empoderados, cambian las prioridades: reparten una pizca de utilidades entre los accionistas e invierten el grueso, no en creación de nuevas empresas sino en la compra de otras ya existentes. “Es –señala Ospina– un capitalismo más de concentración que de creación de capacidad productiva, donde el capital financiero es actor central”. El GEA es una variante de este modelo, con una particularidad: un grupo de empresas de propiedad cruzada, florecientes, y con acciones en la bolsa (las de sus accionistas) subvaluadas.

Marcadas ya por el crimen, ya por el despotismo empresarial, armonizan estas dinámicas del capitalismo en Colombia con las políticas de los Gobiernos, y mucho desemboca en violencia, exclusión y hambre. Dígalo, si no, la más reciente revelación sobre inseguridad alimentaria que en el país alcanza al 54,2% de los hogares, 64,1% en el campo. Debido, en parte, a la franciscana asignación de recursos al agro que, cuando la hay, va a parar a la gran agricultura empresarial de materias primas, no al campesino que pone más de dos tercios de los alimentos en la mesa de los colombianos. Debido, también, a la importación masiva de alimentos que el país puede producir.

Boyantes en el dejar-hacer de los Gobiernos, al lado del patrón que asocia a gremios (de ganaderos, de palmeros) con paramilitares y políticos, el modelo GEA marcha vertiginoso hacia el monopolio, la privatización de lo público y el abuso de poder. He aquí las dos patas del capitalismo hirsuto que nos asiste.

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Un trago amargo para la élite antioqueña

Dos puñaladas ha recibido por estos días la élite paisa, abrazada al mito fundador de la antioqueñidad que el GEA quiere representar. Primero, un fallo que obliga el pago de $4,5 billones por los monumentales errores y omisiones cometidos en la construcción de Hidroituango, a resultas de demanda interpuesta por un alcalde al que tienen menos por hijo de la comarca que por advenedizo de la odiada Bogotá. Después, la ofensiva de Gilinski para hacerse con la cuarta parte de Sura y Nutresa, sus empresas bandera, abrió una tronera en la fortaleza que protege los negocios locales contra forasteros y vientos que soplan allende la Villa de la Candelaria. 

Si la compra de Coltejer por el santandereano Ardila Lulle traumatizó a Medellín, la intrusión de los caleños agrieta el modelo autodefensivo de acciones y directivos cruzados entre firmas del conglomerado que así ahuyentó amagos de compra por el narcotráfico; y, sobre todo, el modelo de enroque abrochó con doble candado la exclusividad regionalista de sus compañías. Esta dinámica cristaliza en el poder indisputado de la burguesía sobre la economía y la política de la región, pues pone a su servicio el relato heroico de un pueblo que forjó su identidad en la colonización antioqueña, más aun cuando sus dirigentes lideraron la industrialización en el país.

La antioqueñidad inspira sentido de pertenencia y nutre el imaginario de las élites. América Larraín dirá que sobrevalora el ego social que sataniza al “otro”, al forastero, y crea un aura épica de hombre recio, blanco, amante de Dios y de la ley. Figura viril que ostenta virtudes de laboriosidad, arrojo, espíritu religioso y de familia, abridora de caminos y de empresas. Mas, como todo relato mítico, también éste oculta los conflictos territoriales de la colonización y la violencia ejercida sobre comunidades negras e indígenas de los territorios conquistados. No todo fue tiple, fundación de poblados –con su iglesia– y expansión de la economía cafetera, como alardea la versión hegemónica de la colonización, cuyo correlato moral fantasea con un pueblo homogéneo,  igualitario, cohesionado en el yunque de la familia. La verdad es que pocos prevalecieron sobre los demás. Como pasado el tiempo dominarían, diga usted, los intereses ocultos de los más intrépidos sobre el yunque de la “gran familia de EPM”.

Juan Carlos López define el modelo gerencial antioqueño como taylorismo de carriel y camándula. Modernización en la premodernidad, integra valores campesinos, pueblerinos, con sofisticados procesos de acumulación de capital marcados a un tiempo con la impronta tecnocrática de la Escuela de Minas y el activismo moral de la iglesia Católica. Despuntó esta burguesía en la minería, pasó por el café y culminó en la industria. Al menos hasta los años 50 del siglo XX se perfiló el modelo económico en el paternalismo: en la naciente industria textil de Fabricato lo orquestó la Iglesia, para mitigar o liquidar conflictos laborales, mediante un rígido sistema de control físico y moral de las obreras, herramienta poderosa que neutralizaba la naciente lucha de clases. En los últimos decenios vendría la desindustrialización, promovida a la vez por el modelo de apertura y por la avasalladora rentabilidad del narcotráfico y la especulación financiera. 

Mérito del GEA será porfiar en la industria con empresas multilatinas en donde casi desaparece ya el espíritu de aldea que había acompañado el arribo a la modernidad. Acaso el soplo de otros aires y la dura lección de la presa de Ituango –tragos amargos que el GEA ha debido apurar– moderen su atávica inclinación al ejercicio del poder omnímodo, despótico, excluyente, que en la ambigüedad de la fórmula corporativa ordeñó a veces en la sombra a una empresa pública como EPM, para llenar bolsillos inescrupulosos.

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