La nueva izquierda jubila anacronismos

Hace 20 años llegó Lula a la presidencia de Brasil como candidato del Partido de los Trabajadores; hoy gana en cabeza de una coalición que abarca desde la izquierda socialista hasta la derecha republicana. Su vicepresidente será un hombre de centro-derecha. También triunfaron Petro en Colombia y Boric en Chile mediante alianza gestada en el apremio de salvar la democracia, en sociedades descuartizadas por la dinámica “libertaria” del sálvese-quien-pueda, tierra abonada para mesías sedientos de poder. Nirvana de los Bolsonaro que añoran la dictadura militar, de los neonazis discípulos de Pinochet, de los Rodolfo Hernández que se reclaman prosélitos de Hitler. En su insubordinación ultraconservadora, cooptan ellos el descontento con el establecimiento para terminar por afianzar su arbitrariedad y sus violencias.

En disputa por el favor popular (más turbamulta que fuerzas organizadas) la nueva izquierda ha jubilado sus anacronismos. Ni insurrección armada; ni lucha de clases en cabeza de vanguardias obreras inexistentes o menguadas por la desindustrialización que expande la anárquica informalidad; ni dictadura del proletariado, ni dictadura alguna. En lugar de revolución, democracia y reforma para un cambio sin retorno. Alternativas al alzamiento reaccionario contra el Estado liberal y el capitalismo social-solidario, ornado de patria, dios, familia propiedad y riqueza labrada en el hambre de los más. Viraje medular de esta nueva izquierda, reconfigura la política en la región. Y desafía lo mismo la deriva autocrática de Bolsonaro que las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Esta victoria no es mía -proclamó en su parte de victoria Lula- ni del PT, ni de los partidos que me apoyaron; es victoria de un inmenso movimiento democrático que se formó por encima de los partidos, de los intereses personales y los ideológicos, para que triunfara la democracia. Y su prioridad será, de nuevo, hambre cero: que todos los brasileños puedan desayunar, almorzar y comer. Mas no fue un choque del pueblo con la elite del poder, pues aquel se repartió por mitades entre opciones opuestas: la del cambio, y la de manipulación de la rabia contra el estatus quo, pero no para golpearlo sino para reforzarlo. 

Manes del populismo de derecha, que es antiliberal en política y ultraliberal en economía: de vuelta al individualismo radical y a la libertad económica sin control que deriva en monopolio, destruye a un tiempo el principio solidario que cimenta el tejido social y toda garantía de equidad. En la otra orilla, se pone el énfasis en la igualdad, en el Estado de derecho, en la justicia social. El enfrentamiento será, a la postre, entre autoritarismo y democracia. 

Atomizada la sociedad, debilitados los partidos, hoy se transita en América Latina de la lucha de clases a la lucha entre bloques policlasistas. La izquierda parece haber asimilado por fin el golpe de la caída del muro de Berlín, el desplome de la ortodoxia que irradiaron los partidos comunistas del bloque chinosoviético. La desindustrialización provocada por la apertura neoliberal en estas décadas sumó nuevas barreras a la formación de un proletariado en nuestros países y frustró en el huevo el modelo de partido revolucionario que campeó en la Europa industrializada.

Y sin embargo, el regreso de Lula, el ascenso de Petro y de Boric, entre otros, bebe en la fuente de la socialdemocracia europea. Su versión criolla, depurada por la Cepal, fue fórmula del Estado promotor del desarrollo pero sucumbió a los garrotazos del Consenso de Washington. Antípoda del añoso populismo caudillista que Uribe y Fujimori resucitaron en formato neoliberal, fue calibrada ya cuando Lula sacó de la pobreza a 35 millones de brasileños y convirtió a su país en séptima potencia del mundo. Se sacude la izquierda sus anacronismos.

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Ecos del fascismo en Colombia

La tentación fascista no murió en nuestro país con el aparente intento de instaurar sin disimulos un Estado totalitario el 6 de septiembre de 1952, mar de fondo en el incendio de la prensa y de las casas de los líderes liberales, que medraban en la oposición al Gobierno conservador. Aquel impulso convertido en llamas serpentea en el pantano de la política-a-tiros y levanta su cabeza periódicamente desde los meandros más oscuros del poder. Más allá de un régimen formalizado como fascista, rugen aun sus motores mayores: la violencia como misión y la militarización de la política. 

Ayer fue conflagración. Después, savia que un estatuto de seguridad bebió de dictaduras del Cono Sur, para evolucionar como política de Estado afincada en falsos positivos. Respiró en el movimiento Morena de autodefensas en el Magdalena Medio, mediante asociación de ganaderos emparentada con ésta cuyo jefe convoca hoy, de nuevo, la “reacción solidaria inmediata” que diera origen al paramilitarismo. Se exhibió en 2020 como acción intrépida de paramilitares contra manifestantes en las calles de Cali. En la veneración de Hitler por un candidato que casi gana la presidencia con apoyo de la derecha en pleno. En celebración de la escuela de Policía de Tuluá, ataviados sus agentes con uniformes de la SS. En la exhibición de símbolos del ejército nazi en el Gun Club de Bogotá.

70 años han pasado desde cuando turbas incendiaron los diarios El Espectador y El Tiempo, la Dirección Nacional Liberal, y las casas de López Pumarejo y Lleras Restrepo. Acoge el historiador Guillermo Pérez la hipótesis de que tras los disturbios obraba el propósito, largamente acariciado, de entronizar una dictadura de partido único, corporativista y católica como la de Franco en España o la de Oliveira Salazar en Portugal. Mas, pese a la evidente participación de la Policía en los hechos y a la negligencia de las autoridades para conjurarlos, todo quedó envuelto, como envueltos quedaron los muertos de la Violencia, en espesa nube de silencio.

Julio Gaitán y Miguel Malagón recuerdan que, conforme alcanzaba su cénit el nazi-fascismo en la Europa de los años 30 se sembraba América Latina de dictaduras militares, pero en Colombia accedía el liberalismo al poder tras 40 años de hegemonía conservadora. A la reforma liberal opuso la reacción, la Iglesia Católica al canto, fiera oposición plasmada en estandartes hispanistas de Dios, patria, familia, tradición y propiedad, contra la “barbarie moscovita”, la masonería y la diabólica revolución del liberalismo, que es pecado. Y cantaron los líderes su credo de viva voz. 

Pronostica Silvio Villegas, director del periódico La Patria, que “las masas desencantadas de la actividad democrática terminarán por buscar en métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados”. Y Laureano Gómez exclama en acto público de exaltación a la España victoriosa de la guerra civil: “en sus falanges inscribimos nuestros nombres con gozo indescriptible”.  15 años después, en 1952, plasmará la doctrina del corporativismo fascista en su propuesta de Estado autoritario, con los expresidentes y el arzobispo de Bogotá en olor de senadores vitalicios. Integrado por gremios y corporaciones, era éste contrapartida al Estado democrático liberal: no podían ahora esas organizaciones denostar el Estado, como era costumbre en la Edad Media, sino someterse, cooptadas a la brava, a su voluntad de hierro.

De la historia no queda sólo el eco: hoy como ayer proliferan grupos, lances y aventuras fascistas que, para descalificarlo, meten dentro del mismo saco del comunismo hasta el más modesto intento de justicia social. Si reforma agraria, la Violencia y el despojo. Si tributo progresivo, vociferan “¡anatema!”. Si paz, la guerra, edén de cuanto fascista pisó la tierra, llámese Ortega o Bolsonaro.

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Todos, con vocación imperial

Mancillado el altar de su moral, se escandaliza el civilizado Occidente con la barbarie del déspota de Oriente. Envanecido –con razón– por haber cifrado el derecho internacional en la paz, en la seguridad de las naciones y su integridad territorial tras los 65 millones de muertos habidos en las dos guerras mundiales, ruge ahora selectivamente contra la carnicería de Putin en Ucrania; una puñalada al orden mundial que, si imperfecto, ha evitado otra conflagración mundial, esta vez atómica. Pero tiende un manto de silencio sobre sus propias degollinas. Sobre el aplastamiento de pueblos y su dignidad, el despojo de sus territorios y riquezas en colonias que abarcaron continentes enteros, en pleno siglo XX. Calla sobre las contiendas “de baja intensidad” que la URSS y Estados Unidos libraron por interpuestos combatientes en el Tercer Mundo: la una para expandir el comunismo, el otro para conjurarlo e imponer el modelo que en casa era democracia y afuera sojuzgamiento imperialista. Mas este estadio de Guerra Fría no se ahorró la más caliente y mortífera dirigida contra un país campesino, donde la tronante potencia mordió la derrota. Fue la guerra del Viet-Nam.

Disuelta la URSS, a fuer de lucha contra el terrorismo y la dictadura, los paladines de la democracia disfrazaron de “intervención humanitaria” y  “legítima defensa preventiva” a guerras despiadadas como no conociera el mundo contemporáneo: en Iraq, Afganistán, Siria, Serbia o Kosovo. Y, violando  acuerdos, no sólo participó en ellas la OTAN con el liderazgo militar de Estados Unidos, sino que cooptó más y más países –viejos satélites soviéticos incluidos– y ya se acerca peligrosamente a la frontera vedada con Rusia. Ahora va por Ucrania, cuya invasión provoca la más reciente lid entre lobos que devoran  territorios, pueblos y economías. La común vocación imperial en Oriente y Occidente tendrá que responder por la décima parte de la humanidad que  durante el siglo XX pereció en sus guerras.

Vieja es la historia. Los primeros grandes imperios de ultramar surgieron bajo el ala de la conquista y la colonización de América. El continente amerindio, explica Roch Little, derivó en americano, dominado por Europa. Con el tiempo mutó el imperio, no ya para poblar territorios y extraer sus recursos, sino para “civilizar” pueblos bárbaros en África, o culturas “decadentes” en Asia. Al tentacular imperio inglés que sembró colonias en los seis continentes, le siguieron los de España, Portugal, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos. Entre ellos se repartieron África. El gobernante de Bélgica recibió el Congo a título de patrimonio personal. Hasta cuando Gandhi liberó a la India en 1947, para inaugurar así la cascada independentista en Asia y África. También Japón, China y Rusia vieron medrarse sus dominios.

Del último siglo en América Latina, ni hablar. Docenas de intervenciones armadas de Estados Unidos en el subcontinente, a menudo con desembarco como en Nicaragua y Haití, culminaron en golpe militar propinado por el sátrapa de turno al que la potencia del Norte impuso cuando quiso. Pero en la segunda mitad del siglo prevaleció la modalidad de la intervención encubierta, cocinada en la trastienda de los servicios secretos del imperio y en concierto con las elites nacionales. Tal el derrocamiento de Allende en Chile y la negra dictadura que le siguió.

Acaso resultara tan responsable de una potencial guerra nuclear la obsesión de Putin por reconstruir la URSS sobre el imaginario del zarismo, como el avance de la OTAN hacia la frontera rusa (vedada por acuerdo) y la cooptación de Ucrania. Pero no se diga, a rajatabla, que el conflicto opone democracia y autocracia, civilización y barbarie. Más parece la grosera avidez de poder incrustada en la entraña de imperios reales o ilusorios que se niegan a desaparecer.

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El muro de La Habana

Hace 32 años cayó el muro de Berlín y se disolvió el emporio comunista de la Unión Soviética. Mas no su satélite en América Latina, la Cuba que acusa el coletazo tardío de aquella conmoción. Miles de isleños se insubordinan por vez primera en seis décadas contra la dictadura de partido-uno y caudillo-uno para el pueblo-uno, indiviso, unánime, fusionado en la pobreza: se grita patria, vida y libertad. Francis Fukuyama, doctrinero del optimismo capitalista en bruto que en 1989 reverdecía, había decretado el fin de la historia, el imperio inextinguible de la democracia liberal, que se edificaría sobre el cadáver del capitalismo redistributivo que el Estado de Bienestar, artífice del pleno empleo, había instalado en Europa y Norteamérica

Mas, el de Fukuyama fue sólo un sueño. Si a fuer de democracia económica conculcó Cuba toda libertad y llenó de disidentes sus mazmorras, a fuer de individualismo radical y de libertad de mercado se tomó el neoliberalismo por asalto la democracia liberal y la acomodó a la angurria de los menos, hasta sumirla en la aguda crisis que hoy padece. Ataque a la democracia desde ambos flancos. Al lado de la cubana, proyectada a Venezuela y Nicaragua, aparece ahora  la variante neoliberal del totalitarismo: la de Bolsonaro y, en pos de ella, la de Duque.

En alarde de hipocresía que unos registran con sorna, con rabia otros, insta nuestro Gobierno al de Cuba a respetar el derecho a la protesta de sus nacionales, cuando allá la represión contabiliza un muerto y aquí 73. Cuando Colombia involuciona a paso marcial hacia el régimen turbayista del Estatuto de Seguridad, no igual pero sí vecino de las dictaduras del Cono Sur. Respira el presidente Duque la alarmante aleación de ese régimen con el de Seguridad Democrática cuyo mentor, jefe del partido en el poder, legitimó en mayo la autodefensa armada de militares contra manifestantes inermes; y en su Gobierno se habrían presentado 6.402 falsos positivos, según la JEP. Aunque con centellas de color opuesto, si por Cuba llueve, por acá no escampa.

Allá y acá mueve el hambre la protesta. Pero en Colombia cundió con motivo de la pandemia y en Cuba se agudizó la que venía. Fruto del bloqueo criminal a la economía, sí, pero, sobre todo, de la ineficiencia del sistema que se dice socialista pero no produce y privilegia sin pudor a la camarilla de gobierno, la nomenklatura, una oligarquía tan odiosa como aquella que dio lugar a la revolución. Y tan abusiva del poder. Con la grave crisis económica y de salud acicateada por la pandemia estalló el hartazgo acumulado de la sociedad que 400 víctimas entre detenidos y desaparecidos profundizan hoy.

Sorprendido en la protesta del pueblo que clama por su supervivencia (por comida y medicamentos en el país que deriva la tercera parte de sus divisas de la exportación de médicos al mundo entero), Díaz-Canel convoca a la defensa cuerpo-a-cuerpo de la revolución contra los “disidentes-delincuentes […]. Por encima de nuestros cadáveres… estamos dispuestos a todo. La orden de combate está dada, ¡a la calle los revolucionarios!”, perora melodramático, insinuando paladinamente la guerra civil.

Con el desplome del muro de Berlín, la Guerra Fría tocó a su fin. Pero la anhelada democracia liberal se escabulló entre los bolsillos de banqueros y grandes corporaciones, para crear desigualdades sociales sin precedentes en mucho tiempo; y bien prohijadas por tiranos de todo pelambre, en cíclica reinvención del personaje: como Castelo Branco disfrazado de Bolsonaro. O en las dictaduras socialistas, Batista disfrazado de Fidel, Somoza disfrazado de Ortega, Pérez Jiménez disfrazado de Maduro. Estos últimos, para aplastar a sus pueblos en la indigencia. ¿Caerá el muro de La Habana, símbolo eminente de la confluencia entre el viejo dictador latinoamericano y el soviético?

 

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El castrochavismo de Trump

No todo es obsequiosa sumisión al bárbaro que blande el mazo contra Venezuela; también del peón recibe sus lecciones el imperio. Si el mote de castrochavista que la ultraderecha le acomodó en Colombia a la oposición democrática sentó tres veces a Uribe en el solio de Bolívar y fracturó la paz, el eficaz ardid aplicado al socialismo democrático que estalla en Estados Unidos podría reelegir a Trump. El coco de Venezuela despierta los fantasmas de la Guerra Fría, para repetir la decrépita cruzada contra el comunismo, en dos países donde éste es brizna en el huracán de la política. Cruzada mentirosa, porque no salva en ellos a la democracia, de un estalinismo imaginario, y sí trae, en cambio, aires de fascismo. Allá en el Norte, es reacción de la caverna contra el sorpresivo renacer del socialismo democrático que evoca el New Deal que Roosevelt entronizó en los años 30 y devino Estado de bienestar.

La última encuesta de Public Policy Polling le da al socialista Sanders (léase liberal de izquierda) 51% de intención de voto, contra 41% a Trump; 63% de los jóvenes se declaran allá socialistas y anticapitalistas. Pero el mono deforma la realidad ideológica y presenta a la socialdemocracia como comunismo. Truco de alto impacto en el electorado de La Florida,  decisivo en elección de presidente, cuyo componente latino es anticastrista de nación y ahora, por extensión, enemigo del castrochavismo. Nada nuevo. Ya el teórico Friedrich Hayek asociaba socialdemocracia con comunismo totalitario, acaso en respuesta al clamoroso espectáculo del New Deal. Batiéndose por la economía de mercado, reafirmaría sus tesis en los 70, para dar soporte a la Escuela de Chicago que trazó la ruta del neoliberalismo.

Como se sabe, también el modelo de Roosevelt es economía de mercado pero con impuesto progresivo y sólida política social. Pasó del énfasis en el capitalismo individualista al Estado redistributivo, con regulación de la economía y  pleno empleo. La igualdad ante la ley se acompañó ahora de seguridad social y económica. Para Roosevelt la supervivencia del capitalismo dependía también de la planificación económica, pues la crisis del sistema resultaba del abuso de la libertad de empresa. Adaptó formas del socialismo al capitalismo, y éste evolucionó de un sistema de explotación sin escrúpulos a otro de responsabilidad social.

Mas no todos estaban conformes. Explica Hayek en 1976 que cuando escribió  Camino de Servidumbre, 32 años atrás, socialismo significaba nacionalización de los medios de producción y planificación económica centralizada. Que éste se resuelve ahora en una profunda redistribución de las rentas a través de los impuestos y del Estado de bienestar. Pero cree que “el resultado final tiende a ser exactamente el mismo”. Postulado acomodaticio, pasa por alto diferencias de naturaleza que separan a los dos modelos. Más aun cuando asevera que “la planificación conduce a la dictadura (porque contraviene) la naturaleza esencialmente individualista de la civilización occidental”. Como si fueran iguales la planeación coactiva de la Rusia soviética y la planeación indicativa del Occidente industrializado.

Aunque riñe con la realidad y legitima la modalidad más cerril de capitalismo, la razonada disertación de Hayek  se vuelve caricatura en las torvas manos de un Trump o de algún presidente eterno en banana republic. Y la plutocracia ahí, empachada, la mira puesta en el petróleo de Venezuela. Abortada la ayuda “humanitaria”, se congratulará Trump, sólo queda la intervención militar contra la dictadura castrochavista. ¡Se me apareció la virgen, pensará; reelección asegurada! Hasta cuando empiece a llamar castrochavistas a los millones de norteamericanos que no le marchan. Porque tienen clara la diferencia entre dictadura estalinista  y un New Deal para el siglo XXI.

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Bolsonaro: fascismo y neoliberalismo

Bolsonaro pinta como aleación de Leonidas Trujillo –depurado ejemplar del déspota latinoamericano– y el no menos siniestro Pinochet, con sus aires prestados de Chicago-boy. El más opcionado candidato a la presidencia del Brasil reencarnaría al dictador que hace 54 años se impuso allá por la fuerza y completaría la figura con el traje neoliberal que el chileno entronizó. Modelo que Brasil había cooptado a medias. El exmilitar adoptaría ahora en su plenitud el ultraliberalismo económico que acompañó a la dictadura de Pinochet. No en vano se declara Bolsonaro ferviente admirador del autócrata chileno. Y Sebastián Piñera, a su turno, del candidato brasilero. En Chile se montó el régimen de fuerza para pulverizar un experimento socialista. En Brasil, para agrietar el Estado promotor del desarrollo que campeaba bajo el ala de una industrialización autóctona y reforma agraria en ciernes.

Pero tampoco esta vez sobreviviría el modelo de mercado a ultranza que Bolsonaro anuncia sin descargar puño de hierro contra la democracia; contra negros, obreros, mujeres, comunistas y homosexuales. A la altura de los sátrapas que lo antecedieron, lamenta Bolsonaro que la dictadura del 64 se limitara a torturar y no pasara a matar. Trujillo, El Supremo, homenajeó un día a presos políticos con opíparo asado tasajeado del cadáver, tibio todavía, de otro opositor caído en desgracia. Y el chileno hizo matar por tortura de largos días y noches al cantautor Víctor Jara; el golpe de gracia, machacar y cercenar las manos del guitarrista excelso.

En previsión del dispositivo político adecuado a su fórmula de poder, convocará el brasileño una “comisión de notables” que redacte la constitución del caso, con instrumentos para disolver el parlamento y las cortes cuando resulte necesario. Promete tortura y pena de muerte para delincuentes, libre porte de armas y la formación de grupos paramilitares. Habrá esta vez en el Congreso un grande contingente de militares y exmilitares. Y el gabinete de Gobierno tendría ahora más uniformados que los hubo en tiempos de la dictadura. Cientos de planteles de educación pública serán militarizados. Y los partidos alertados sobre toda tentación libertaria y de protesta.

Añoso andamiaje de los regímenes de fuerza, cuyo solo anuncio provocó un primer estallido de júbilo en la bolsa de Nueva York, será garantía de crecimiento concentrado en los grandes capitales, sin redistribución. Apertura económica, privatización de empresas y servicios del Estado, rejo a las clases trabajadoras bajo el eufemismo de flexibilización laboral, privilegio para los fondos privados de pensiones, reducción de impuestos a los ricos, amputación del Estado en favor del monopolio de la riqueza.

Brasil conocerá, pues, el modelo neoliberal en bruto y empeloto. Tal como se aplicó en Chile. Recuerda Martín Espinoza que el propio Milton Friedman, su inspirador, acuñó la especie del “milagro chileno” con crédito a Pinochet. Su sueño, retornar al capitalismo puro, despojando al Estado de toda capacidad regulatoria y sin barreras arancelarias al comercio internacional, aun en países que hacían sus primeras armas en industria. Para lograrlo, se impusieron políticas de shock que sólo podían aplicarse mediante una constitución diseñada para proteger el modelo, del movimiento social.

Se dirá que por acogerse a elecciones democráticas no podrá inscribirse a este hombre en la camada de los chafarotes. Discutible. También Hitler y Mussolini llegaron al poder mediante elecciones. Y se erigieron en dictadores. Hoy abundan golpes de Estado que en vez de tanques y bombardeos acuden a la democracia formal. Todo indica que Bolsonaro va en pos del atávico matrimonio entre fascismo y neoliberalismo. ¿Quedará capacidad de reacción en América Latina? ¿Qué esperar del México de López Obrador?

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