Santos: prueba ácida para el Ejército

En muestra de pundonor que devuelve dignidad al Estado democrático, un expresidente de la República reconoce la responsabilidad del Ejército como institución en el genocidio de los llamados falsos positivos. Por vez primera se sindica del horror al Arma mayor sin acudir al socorrido expediente de las manzanas podridas. Ante la Comisión de la Verdad pidió Juan Manuel Santos perdón, “desde lo más profundo de mi alma”, a las madres de los sacrificados en esta larga “cadena de crímenes horrendos”. Con 6.402 casos alcanzó la infamia su más alta cota en el Gobierno de Álvaro Uribe, cuyo ministro de Defensa fue Santos. Una práctica criminal del Ejército, dijo, por la cual se sentía él moralmente comprometido. Si bien hizo cuanto pudo para descubrirla y la cortó de un tajo, se permitió al principio largos meses de inacción frente a rumores de hechos que le resultaban inconcebibles. A principios de 2007 se toparía con los primeros casos, lo que condujo a la destitución de 30 altos oficiales (3 generales comprendidos), a instrucción perentoria de respeto al DIH –que la doctrina Damasco recogería después– y a la identificación de los comandantes asociados a los hechos.

Armado de copiosa documentación, manifestó Santos que “el pecado original fue la presión para producir bajas y todo lo que se tejió alrededor de la (llamada) doctrina Vietnam. Pero en honor a la verdad debo decir que el presidente Uribe no se opuso al cambio de esa nefasta doctrina que él mismo había estimulado. Nunca recibí una contraorden ni fui desautorizado”. Con todo, un obstáculo fue la negativa de Uribe a reconocer el conflicto y su apoyo a la política de incentivos por bajas. Se recordará que esta se plasmó en directiva del anterior ministro, Camilo Ospina, expedida en noviembre de 2005.

Venía Santos de recordar sus diferencias con Uribe sobre la manera de combatir a las Farc: el presidente buscaba su liquidación militar y, el ministro, debilitarlas con una derrota estratégica hasta forzarlas a negociar la paz. Como en efecto sucedió. Además, Uribe nunca reconoció el conflicto ni, por consiguiente, la justicia transicional que conducía a la reconciliación.

Con el empeño de Santos presidente en la paz y la participación de prestigiosos generales en las negociaciones de La Habana, otra atmósfera se respiró en el Ejército. Se consideró que “la paz es la victoria”. A poco cuajaría la doctrina Damasco, decantada por el coronel Pedro Javier Rojas como marco de la más ambiciosa reforma técnica y de doctrina en el Ejército: los derechos humanos  guiarían ahora el conflicto armado, que no era ya, como quisiera la ortodoxia, guerra civil ni terrorismo. Ni al movimiento social se le tendría más por el enemigo interno. Pero el 28 de noviembre pasado, ordenó el comandante del Ejército desmontar la nueva doctrina y eliminar su nombre en “todas las instalaciones y documentos de la Fuerza”. Acaso nunca archivaron los manuales de los 60 que incluyen la promoción del paramilitarismo y la organización militar de civiles en autodefensas. Convivires ayer, hoy paramilitares urbanos que disparan contra el pueblo en las calles.

Para Jacqueline Castillo, líder de Madres de Falsos Positivos, “estos asesinatos fueron sistemáticos y generalizados bajo el ala criminal de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios por resultados macabros”. Santos da un paso trascendental en el camino de la verdad sobre una monstruosidad que no vieron las peores dictaduras del continente. Su verdad compromete al Estado y deja al Ejército expuesto al juicio de la opinión y de la historia; de la valentía para reconocer el holocausto provocado pende la recuperación de su prestigio. Y al expresidente Uribe le plantea tal vez el reto más obligante de su quehacer político. Proporcional a los ríos de sangre derramada.

 

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¿Democracia o dictaduque?

 Rescate del Estado de derecho desde la Corte Suprema de Justicia y burla a la democracia por el alto Gobierno quedaron expuestos sin atenuantes. Al desbordamiento de la violencia instigada con sordina desde arriba, al abuso de poder en el uribato renacido, presidente y ministro de defensa agregan el delito de desacato a una orden judicial: pedir perdón a  víctimas definidas de la brutalidad policial, que se resuelve en protestantes heridos por cientos y muertos por decenas. Pero no. Como levitando sobre el horror, voz engolada de candidato en campaña, el ministro se escabulle y en cambio corona de laureles a la Policía que ha disparado a matar. “Gloria al soldado” escribirá, además, en homenaje  al uniformado que asesinó a Juliana Giraldo, porque sí. Sucia asimilación de las instituciones armadas que monopolizan la fuerza del Estado, mas no ganando el respeto de los asociados sino mediante el crimen.

Cómo no disparar, si en el reino de la caverna todo el que proteste o disienta o sea distinto es terrorista que se la buscó. Guerrillero vestido de civil. Juegan ellos a prevalecer por física eliminación del inconforme. Juegan a reírse de la Justicia para culminar su avanzada hacia el poder único, inapelable, en la persona del patrón de frondoso prontuario que la encabeza. Juegan a llegar por este camino a la meca soñada: coronar el proyecto neofascista que despuntó en 2002 y ahora desespera, peligrosamente, en su impotencia para responder a la peor crisis social en muchos años.

En texto admirable que recupera principios medulares de la democracia moderna, fustiga la Corte esta vulneración generalizada y reiterada de los derechos a la protesta, a la vida, a la participación ciudadana, a la integridad personal, al debido proceso; a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y circulación. Y el Ejecutivo no mantiene una postura neutral.

Declara el máximo tribunal que la Fuerza Pública agrede sin pausa ni medida ni control a la población civil que, en manifestaciones, es “brutalmente golpeada”. Interviene sistemáticamente con violencia, usando armas letales, contra la protesta social. Mas, por encima del orden público, postula, está el respeto a la dignidad humana. El uso de la fuerza en el control de disturbios estará limitado por el hecho de que no se trata de enfrentar al enemigo sino de controlar y proteger civiles. Siendo función suya la protección del ciudadano y de la vida, se trata de restablecer el orden, no de conculcar derechos.

Atribuye el profesor Augusto Trujillo la creciente militarización de nuestra seguridad ciudadana al hecho de que la Policía de Colombia es la única en el mundo que depende del Ministerio de Defensa. Se diría también que sigue dominada por los fantasmas de la Guerra Fría, como  el del enemigo interno, que germina con más exuberancia allí donde las diferencias políticas se ventilan con corte de franela o a motosierra batiente.

Por eso cae como un bálsamo, una luz en las tinieblas, esta voz poderosa de la Corte Suprema de Justicia: una nación que busca recuperar y construir su identidad democrática no puede ubicar a la ciudadanía que protesta legítimamente en la dialéctica amigo-enemigo, buenos y malos, sino como la expresión política que procura abrir espacio para el diálogo y la reconstrucción no violenta del Estado Constitucional de Derecho. Si la mayoría de colombianos recibe con esperanza esta simiente, que ella germine dependerá de su decisión de protegerla, regarla y abonarla, pues los que mandan se proponen destruirla metódicamente, hacerla trizas, día tras día, durante los dos largos años que les quedan todavía en el poder. No será la primera lucha sin fusiles que la democracia libre contra la rudeza del poder que hoy encarna esta dictaduque.

 

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“¡Viva la muerte, muera la inteligencia!”

Grito de guerra de la Falange franquista en el paraninfo de la Universidad de Salamanca contra su rector, don Miguel de Unamuno, en octubre de 1936. Presidido por el lisiado en batalla y procurador del gobierno, general José Millán Astray, un contingente de estudiantes desafió al escritor a las voces de “¡viva la muerte!”, “¡viva Cristo Rey!”. La afrenta culminó en destitución de Unamuno, a la vez como rector y como concejal. Al “necrófilo e insensato grito” había respondido el humanista como mentor del “sagrado recinto de la inteligencia. Venceréis –dijo– porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha […] No puede convencer el odio a la inteligencia, que es crítica, diferenciadora, inquisitiva […] El general Millán es un inválido de guerra; también lo fue Cervantes… pero un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes se sentirá aliviado al ver cómo aumentan los mutilados a su alrededor”. Unamuno murió desolado bajo arresto domiciliario.

Acometidas de la misma cepa germinan en Colombia. Por el pecado de pensar, van desde el asesinato de 26 profesores y estudiantes de la Universidad de Antioquia en 1987, y hoy amenazan en panfletos con repetir la hazaña. Pasan por la abusiva imposición en la academia del pensamiento único en economía por nuestros obsequiosos conserjes del Consenso de Washington. Nostálgicos del laureanismo filofranquista lanzan desde el poder proyectos para matar la libertad de ideas y de cátedra en la escuela: prohibirían a los profesores “incitar” en el aula a la discusión política. Y, la tapa, convierten el Centro de Memoria Histórica en instrumento de fanáticos y victimarios para instaurar a mandobles una historia oficial. El nuevo director degrada a paria la entidad de prestigio mundial. Desanda el camino de la memoria de y para las víctimas a la memoria de y para los victimarios.

Atmósfera y políticas del Gobierno Duque, de su partido y su jefe, honran una pavorosa involución hacia la caverna, tributaria de su añorada guerra. Se ataca el pensamiento orientado a desentrañar raíces y pintar colores: a preguntar, descubrir, encarar, comparar y probar. Se marcha en pos del auto de fe, de la verdad revelada, de la idea única y la historia oficial impuesta (¿también por eliminación física, como enseña Millán Astray?). Mordaza y ostracismo contra los adversarios en ideas son recurso de tiranos que repugna a la democracia; pero renace de sus cenizas en cada valentón de barrio hecho a prevalecer por aplastamiento de todo el que no es estrecho amigo y por traición al que lo fue mientras le sirvió.

Explica la historiadora María Emma Wills que la verdad oficial se construye mediante la instauración de un discurso único acerca del pasado que magnifica los atributos de la nación, y desconoce las violencias y exclusiones promovidas por el Estado. Esta narrativa épica termina por colonizar todo el espacio público, gracias a los medios de vigilancia, persecución y castigo que aplica a quienes se sublevan contra ella. Además, protege a quienes ocupan la cúspide: inmunidad e impunidad los cobijan. Son propios del totalitarismo.

Teflón, le hemos llamado aquí: la verdad oficial devenida en coartada personal del Eterno. Pero ahora esa verdad trastabilla, averiada como queda tras las revelaciones de un escándalo catedralicio que compromete a presidente y expresidente, paras de por medio, en supuesto fraude para hacerse con el poder. Acaso no baste ya con aquella verdad para salvar el pellejo o con incitar a la muerte de todas las demás. Tendrá que derrotar verdades inesperadas, diamantinas.

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Ante la JEP, silencios que matan

Si no mediaran tantos muertos, sería pintoresca paradoja. El general Montoya y dirigentes de la Farc, jefes que fueron de ejércitos rivales durante medio siglo, confluyen ahora sin pestañear en el mismo atajo: callan la verdad o la dicen a medias –forma menos honrosa todavía de callar– sobre secuestro y falsos positivos, ignominias de la guerra. Manes de la historia. Hace ya casi un siglo autoritarismos de signo político contrario entre Alemania y Rusia acudieron a idénticos métodos de fuerza bruta. Métodos comunes a Ortega y Bolsonaro.

Se presenta Montoya ante la JEP, tribunal creado para ventilar la verdad, pero decide enmudecer y evadir señalamientos de once militares en esos estrados, antes que esclarecer responsabilidades si las tuviere. En pequeñez que ultraja a las víctimas, deposita la culpa de los falsos positivos en soldados que le resultan ignorantes, pobres, sin maneras en la mesa. ¿Serían por eso proclives a actos horripilantes que repugnan a la serenísima alta oficialidad? Pero ¿no ejecutaban órdenes? ¿De quién? ¿Nada sabe Montoya, su comandante en jefe entre 2006 y 2008, cuando se registró la mayoría de los 5.000 asesinatos de inocentes para presentarlos como bajas en combate?

Según informe de este diario, la JEP exhumó hace dos semanas 54 cadáveres en el cementerio de Dabeiba que serían víctimas de falsos positivos, pues a ellos se llegó por confesión de uniformados. Ese pueblo sería “un tapete de muertos”, dijo un  defensor de víctimas, y varios militares le confesaron a la JEP haber convertido su cementerio en una fosa común. Miles de víctimas se encontrarían en cementerios regados por todo el país. Para la Fiscalía, en el de Valledupar habría más de 500 víctimas, muchas de ellas falsos positivos del Batallón La Popa.

Por su parte, miembros del antiguo secretariado de las Farc ofrecen un pronunciamiento exculpatorio del secuestro. Reconocen su “equivocación” al “retener” civiles por el grave daño que pudieron causarles; pero esta declaración naufraga como un desliz en la mar de justificaciones que convierte a esa comandancia en víctima del destino que le impuso medios heterodoxos para financiar su guerra, su guerra heroica, y la redujo a la impotencia para controlar abusos de la guerrillerada. Otra vez el soldado raso. De los 27.023 secuestros asociados al conflicto entre 1970 y 2010, las guerrillas perpetraron 24.482, el 90%. Inhumanidad extrema de un crimen que los exfarc edulcoran trivializando la crueldad, naturalizando la humillación y la sempiterna amenaza de muerte contra sus plagiados. Para El Espectador, las Farc embolatan con “retazos de verdad”.

A esta versión responde Ingrid Betancur con un primer reclamo: no deberían las Farc hablar de “errores”, “equivocaciones” y “retenciones” para referirse al crimen del secuestro. Dice que el suyo fue un acto de venganza contra un ser humano. Que buscan justificar castigos como su encadenamiento de años, no para protegerla sino para castigarla. “El mayor peligro que yo corría (eran) ellos, su violencia, su decisión de matarme […] Su ensañamiento fue producto de un sadismo personal combinado con fanatismo ideológico en un espacio humano donde la arbitrariedad de los fusiles hacía oficio de ley […] El secretariado (encubría) sistemáticamente los desmanes de su tropa, así como lo hace hoy…”.

La justicia transicional exige verdad plena y a nadie exime. Los de  Montoya y   la Farc son silencios que matan porque revictimizan a las víctimas. Así el senador Uribe, excomandante Supremo de las FF MM durante el periplo más negro de los falsos positivos, eleve a Montoya a héroe de la patria. También  elevó a Rito Alejo del Río, y éste se desplomó a la cárcel.

 

 

 

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Colombia: democracia con aroma de fascismo

 

 

Pese a la insustancialidad de Iván Duque, el presidente y su partido van pintando el cuadro de un gobierno que emula los regímenes de fuerza. Son sus trazos de brocha gorda: la criminal pereza de las autoridades para apresar y juzgar a los autores intelectuales del exterminio de líderes sociales; y la persecución (¿purga?, ¿tal vez eliminación?) de uniformados que señalan responsabilidad de superiores suyos en la comisión de falsos positivos. Tan amenazante este destape, que el uribismo precipita una propuesta de referendo para eliminar las Cortes (donde se ventilan las verdades de la guerra) y cercenar el Congreso.

Para sacar otros poderes públicos del sombrero de un líder venido a menos, reducido al afán de sobrevivir a la acción de la justicia. ¿Nostalgia de tiranías que convirtieron la voluntad general en fortín particular de algún egócrata, llámese Mussolini, Leonidas Trujillo, Maduro? ¿Purga en las fuerzas armadas, como la de Hitler contra sus tropas de asalto (SA) en la Noche de los Cuchillos Largos? ¿Cómo la de Stalin en el Ejército Rojo? ¿Cómo la de Maduro hoy contra uniformados que discrepan de la acción militar contra el pueblo desarmado? Hacia el desmonte del Estado de derecho conduciría el referendo en ciernes, si no fuera porque el prestigio del líder que lo mueve se desploma conforme se satura Colombia de la corrupción y de la violencia en las que nuestra ultraderecha es reina.

Si la ofensiva contra la JEP no ha dado tregua es porque miles de militares están declarando ante sus jueces; desde soldados rasos hasta oficiales de alto rango, en tren de identificar a los máximos responsables de atrocidades como los falsos positivos. Mientras diez generales preparan declaración, el soldado Yeris Gómez, verbigracia, sostuvo que en el Cesar hubo “un baño de sangre”, y alianzas de militares con los jefes paramilitares Jorge 40 y Alias 39. Según Semana, miembros del Ejército que han rendido testimonio son acosados por la inteligencia militar, reciben sufragios y amenazas de muerte.

De otro lado, el llanto de un niño ante el cuerpo de su madre asesinada, María del Pilar Hurtado, conmocionó al país. Era ella la víctima número 702 en dos años y medio de masacre de líderes sociales. Quince días antes, había alertado la Defensoría del Pueblo, pero la Policía desestimó en sendos consejos de seguridad la amenaza. A poco, caerían asesinados tres de los acosados. La cuarta del mismo panfleto del Clan del Golfo sería María del Pilar. Por descalificar la amenaza en vez de actuar, 70% de las alertas tempranas han resultado en el homicidio que se rogaba evitar.

En entrevista concedida a Cecilia Orozco, señala el presidente de Indepaz, Camilo González, que tras los sicarios “hay empresarios del enriquecimiento ilícito, políticos y agentes del Estado corruptos”. Que, sin la complicidad o el entronque con agentes del Estado, no podrían los narcoparamilitares crecer o reproducirse. Relaciona la airada oposición al Acuerdo de Paz con la violencia que se ejerce contra las comunidades y sus líderes. Y afirma: al Gobierno, al Centro Democrático y a la ultraderecha les cabe responsabilidad política en el recrudecimiento de la violencia.

Exterminio de dirigentes comunitarios; persecución a soldados que reivindican el honor del Ejército; creación de una red de informantes civiles que configura virtual policía política; embestida contra la libertad sexual y de pensamiento en la escuela y en la prensa son menjurjes que emiten aromas de fascismo. Otra cosa es que puedan invadir una sociedad diestra en mecanismos de supervivencia y con potencial electoral para hacer respetar la democracia y la paz. Acierta Claudia López cuando antepone al poder de la corrupción y la violencia el poder de la cédula, capaz de cambiar en las urnas la historia de este país.

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De vuelta al uribechavismo

No, no son iguales. Uribe llegó al poder para afianzar la economía de mercado y, Chávez, para desmontarla. Pero en política, guardadas diferencias de grado, cogieron ambos por la vertiente autoritaria del populismo latinoamericano. En Venezuela desemboca el chavismo en la dictadura de Maduro, agente ejecutor de la divisa del coronel; en Colombia regresa la de Uribe sobre los hombros de Iván Duque. Hace 14 años aventuraba yo en un librito (“Álvaro Uribe o el neopopulismo en Colombia”) que aquellos líderes suscribían elementos medulares del mismo modelo político: el del neopopulismo con carga de arbitrariedad y mano dura. La prueba del tiempo parece darme la razón y ratificarlo hoy, cuando, la mirada en su mentor, desafía Duque la legalidad: desacata fallo de la Corte Constitucional (una barbaridad, dirá Sergio Jaramillo), pone en riesgo la división de poderes, induce el retorno a la guerra y reanuda campaña electoral con la jauría aulladora que ha vuelto invivible la república.

Mucho en Chávez y en Uribe conspira contra la democracia: la búsqueda ciega del unanimismo; la determinación de absorber o cooptar el fuero de jueces y legisladores, por convertir la democracia constitucional en Estado de opinión manipulada; la militarización de la sociedad, el anclaje de la seguridad en una policía política, la búsqueda del poder para quedarse en él. Y, en Uribe, la idolatría de la guerra. Manes de los regímenes de fuerza que proliferaron en la región y cuyos signos restablece Duque, solícito exhumador del uribechavismo. Sus objeciones a la JEP calculan el golpe en dos planos. Primero, para resucitar el proyecto subversivo de la ultraderecha contra la democracia y la paz; con su efecto colateral de asegurarles impunidad a prestantes promotores de atrocidades en el conflicto. Segundo, convertir la campaña electoral en borrasca de odios y mentiras, siempre pródigas en votos.

Llegado al poder, creó Chávez el instrumental para perpetuarse en él, para neutralizar al Congreso y a las Cortes. En parecida dirección obró Uribe. Su propuesta originaria de referendo apuntaba a revocar el Congreso, pero la Corte Constitucional estimó que, a guisa de reforma constitucional, sólo buscaba atacar a un grupo de gobernantes. Calificó el proyecto de “contrario a la idea más elemental de Estado de derecho y de constitucionalismo”. Y lo tumbó.

Uribe reformó un “articulito” de la Carta para hacerse reelegir en 2006. “Ya que le dieron 40 años a don Manuel (Marulanda), ¿por qué no le dan un tiempito más largo a la seguridad democrática?”, dijo. Y, a son de democracia plebiscitaria, su ministro Pretelt defendió la opción de reelegirlo por veredicto popular, no por regla constitucional. A la segunda reelección y tras escándalo de soborno a parlamentarios, se opuso la Corte en 2010 porque atentaba contra la separación de poderes. Con una segunda reelección, hubiera Uribe terminado por controlar las Cortes; la Suprema incluida, a la cual persiguió con saña cuando ésta investigaba a su bancada por parapolítica.

Maduro corona el modelo: atrapa presidencia indefinida, altas cortes, poder electoral y una constituyente de bolsillo en remplazo de la Asamblea Legislativa. Duque le sigue el paso. Ya desde su campaña proponía disolver las Cortes para fundirlas en una y reducir el Congreso a la mitad. De prosperar sus reparos a la JEP, le habrá arrebatado a la Constitucional su poder de órgano de cierre, en favor del Ejecutivo. Y va por la cooptación de los congresistas entregándoles 20% del presupuesto de inversión. Mas, si hace unos años desfallecían la oposición y el movimiento social bajo la fusta de Uribe, no podrá Duque ignorarlas ahora: media Colombia prepara la defensa de la democracia y de la paz. Si precarias, resultan ellas infinitamente más deseables que el ominoso uribechavismo.

 

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