La política: ¿monopolio de la derecha?

Lo sabido: al pronunciamiento de las mayorías contra el hambre y la exclusión responde este Gobierno con un baño de sangre. Lo revelador: en su afirmación como autocracia con todas las letras, les niega el derecho a la política, a la disputa del poder. Lo niega, primero, reduciendo a vandalismo un estallido de entidad histórica y, a gremialismo asexuado, la justa de los trabajadores organizados. En segundo lugar, boicotea, deslegitima o ilegaliza diálogos y acuerdos alcanzados entre mandatarios locales y el movimiento popular, que se ha dado sobre la marcha formas novedosas de organización. Comenzando por la Primera Línea, generosa en entrega de vidas a la brutalidad sincronizada entre policías y paramilitares. En Cali, en Bogotá, en municipios apartados, la contraparte en la mesa los reconoce como actores políticos cuya condición ganaron por pelearse derechos ciudadanos y reclamar justicia. Entre otros, el derecho de elegir sin miedo y el de ser elegidos para decidir en favor de la comunidad, del barrio, de la vereda, por sí mismos o por el partido que los represente.

A este emplazamiento multitudinario por educación, empleo, democracia y dignidad contrapone el establecimiento uribista militarización y homicidio. Hace invivible la República esperando reverdecer la estrategia electorera del redentor que, bajado del cielo para conjurar el caos, repetiría presidencia en 2022. Y magnifica las minucias que concede: una manito de pintura en la fachada, cuando el reclamo apunta a los cimientos de la casa. En andanada pública contra el sindicalista que le señala al movimiento las elecciones para ganar voz y capacidad de decisión –para ganar poder político– el Presidente lo insulta en público, mancilla la dignidad del cargo y, haciéndose eco de Álvaro Uribe para quien el Comité de Paro “ha sido un propulsor de la violencia”, nos recuerda que también el ejercicio de la política es monopolio de las élites. Que no les basta a ellas su control de bancos, tierras, el erario, la verdad revelada y la distinción social, de gente de bien, tantas veces conquistada en asocio del delito.

En experimento feliz que se replica con frecuencia creciente en el país, cuando el movimiento vira hacia la discusión de sus anhelos, los depura y empieza a traducirlos en agendas de negociación, Jorge Iván Ospina, alcalde de Cali, ha logrado lo impensable: le reconoció calidad de interlocutor político a la Red de Resistencias de Cali –organización horizontal, no jerárquica– para escuchar sus demandas y acordar soluciones con mediación de la Iglesia y de la ONU. Primer resultado, se levantaron los bloqueos, previa expedición de un decreto de garantías a la protesta pacífica. Un juez suspendió el decreto porque, argumentó, el manejo de la protesta correspondía al Presidente, no al alcalde. Mas el proceso sigue: pierde aval jurídico, pero gana dimensión política. Y proyección nacional.

“En Puerto Resistencia he encontrado liderazgos que enorgullecen por su valentía, por su capacidad política”, declara Ospina. Fiscalía y Policía, agrega,  tendrán que habérselas con grupos de delincuentes que quieren afectar la institucionalidad creada sembrando caos. Plan de choque de empleo, tan urgente como el servicio público de salud y apoyo financiero a la comunidad serían un primer paso hacia la canalización institucional de la crisis.

Para desdicha de los mandamases en política, en la irrelevancia y la corrupción de partidos al servicio de una dirigencia negligente y sin hígados, la explosión de poderes en la base bien podrá expresarse en elecciones. Entonces el nuevo pacto social, que hoy naufraga en un mar de rencor y de miedo, será una posibilidad. Manes del poder popular que se exprese en las calles y como fuerza parlamentaria. La política dejaría de ser monopolio de la derecha.

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La hora del cambio

Bajo la rabia que anida en esta sociedad de castas montada sobre la pobreza y la exclusión; desde las lágrimas por tantos y tantos muertos en las calles florece, acá y allá —en el abigarrado tejido que se llama el pueblo— disposición para enfrentar la adversidad concertando un nuevo pacto social. Pues el que rige, pervertido en el privilegio, en la violencia, en una democracia quebradiza, es causa de la debacle. Y hace agua. Díganlo, si no, esquirlas tomadas al azar de las granadas que este Gobierno ha lanzado contra las multitudes que protestan.

Detenida y abusada sexualmente por agentes del Esmad, una adolecente “se suicida” en Popayán. En Cali, paramilitares estrato diez disparan contra indígenas, cuadro inmortal de los ancestros que exalta el puño de hierro del encomendero sobre el nativo. El alcalde de Pereira cohonesta alianza de civiles  con veleidosas empresas de seguridad privada: de ocho tiros muere Lucas Villa. Álvaro Uribe insta a la Fuerza Pública a disparar contra terroristas que pueden ser cualquier manifestante, y acaricia la ilusión de volver a la guerra.

El nuevo pacto social principia por devolver al Estado su protagonismo, integrar los excluidos a la empresa reformista y rescatar las dinámicas de la paz. Proponen Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo “convocar a todos los partidos y movimientos sociales, a todas las fuerzas vivas a concertar un Gran Acuerdo Político Nacional encaminado a definir las reformas y ajustes institucionales necesarios para atender los retos que la paz demande”. La deliberación democrática tendría que aterrizar en el Congreso, su escenario natural, y traducirse en leyes. Hay que deliberar para reconciliar, señalan.

Para muchos, en el centro del acuerdo medran medidas de emergencia que empiezan y terminan en el eje del empleo. En la creación inmediata de puestos de trabajo desde el sector público y, a largo plazo, en una estrategia de pleno empleo que privilegie la economía real sobre la especulativa financiera. Otra medida urgente, de vida o muerte, la creación de una renta básica para 6 millones de hogares que oscile entre $320.000 y $480.000 mensuales, financiada —como en todo país civilizado— con impuestos directos sobre la renta y el patrimonio de los más pudientes.

La crema de los profesores universitarios sugiere alternativas en política económica y social distintas de la reducción de impuestos a los ricos. En estas décadas, afirma, ha operado una redistribución regresiva del ingreso que castiga los salarios, premia las ganancias y concentra sin pausa la propiedad y la riqueza. Se suprimió la función del Estado como prestador de servicios públicos y garante de los derechos económicos y sociales que culminen en educación y salud universales. Para los académicos, la redistribución del ingreso no se logra con mayor “libertad económica”. Lo prueba la historia de los países desarrollados, donde el Estado fue el gran responsable del desarrollo afirmado en la industrialización y en el impuesto progresivo.

Diríase que un rediseño de la fiscalidad debería comenzar por derogar la reforma tributaria de 2019, que otorgó gabelas por $14 billones a los ricos, a las cuales ha renunciado ya la Andi. Aconsejaría liquidar el adefesio de que los archimillonarios de Colombia paguen apenas entre 1 y 2% de impuesto sobre la renta. Y actualizar el catastro para que también los terratenientes paguen impuestos a derechas.

Otros signos de la crisis que abraza al pacto social y político agudizada por el uribismo en el poder: sólo 9% de los jóvenes confía en la Presidencia y 7% en el Congreso (Cifras y Conceptos). En perspectiva electoral, por la derecha votaría el 5%; por la izquierda, el 25%; y por el centro, 41%. Llegó la hora del cambio. Si el pacto se adopta democráticamente, hallaría su refrendación en las urnas el año entrante.

 

 

 

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Escollos de la negociación

Fuera del sabotaje a la economía mediante bloqueo de vías, dos obstáculos formidables taponan por ahora la salida a la crisis. Primero, una violencia incontrolada del Gobierno contra el pueblo inerme, para escándalo del mundo que asocia a Colombia con dictaduras dadas por desaparecidas. Segundo, el reto al sistema político de abrir canales de expresión y trámite de demandas para mayorías ultrajadas que rompen ruidosamente las amarras de la resignación, cuando los partidos no las representan ya y la democracia directa que la Carta del 91 introdujo degeneró en populismo plebiscitario a instancias de algún egócrata con prontuario.

51 muertos en las calles cuenta Indepaz, 43 de ellos supuestamente a manos de la Fuerza Pública; para la Defensoría del Pueblo son 42 y, para la Fiscalía, 14. Pero el presidente se emplea a fondo: anuncia máximo despliegue de la Fuerza Pública. Su ministro de Defensa, la torpeza hecha poder armado, tiene por terroristas a los protestantes. Y Marta Lucía Ramírez, flamante Canciller, atribuye el estallido al Acuerdo de Paz. En franco alarde de castrochavismo, no acepta Duque todavía inspección en terreno de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como nunca la aceptaron Maduro, Castro y Ortega. Todo ello ventilado en los prolegómenos de negociación con el Comité del Paro y con jóvenes en incipientes mesas de negociación regionales. Exigen todos garantías para la vida y la integridad de los marchantes; reconocimiento expreso del Presidente sobre excesos de sus hombres, y autorización a la visita de la comisión de Derechos Humanos. Áspera barrera para el hombre que se debate entre la endeblez y cada divisa brutal de su mentor.

Las aspiraciones variopintas del levantamiento popular que reclama participación política desafían a la maltrecha democracia representativa, enhorabuena fortalecida por las 16 curules de paz que la Constitucional revive para comunidades abandonadas al olvido y a las cicatrices del conflicto. Victoria de las víctimas. La indecorosa protesta de Paloma Valencia y de su partido no hace sino enaltecer la decisión de la Corte. Pero, mientras culmina la reforma política y electoral que depure y fortalezca a los partidos y abra el compás  a nuevas opciones, nada tan propicio como los canales de democracia directa, local, que la Constitución ofrece. Como el cabildo abierto. O los Consejos Territoriales de Paz, Comités de Justicia Transicional y Consejos de Desarrollo Rural creados por el Acuerdo de Paz, que multiplican los canales de participación política. Democracia de abajo hacia arriba.

O los imaginativos mecanismos que la mesa de negociación de La Habana ideó para incorporar la avalancha de propuestas que fluyó hacia ella desde la sociedad civil, a saber: página web a través de la cual se recibieron, sistematizaron y analizaron propuestas ciudadanas; cinco foros temáticos ejecutados por el PNUD y la Universidad Nacional con más de 40.000 propuestas sobre los temas de negociación, y mesas de trabajo regionales en todo el país para recoger propuestas sobre los ejes temáticos en discusión. Se han consolidado también experiencias como la del Comité de Integración Social del Catatumbo, que representa a organizaciones de varios municipios de Santander y hoy prepara un pliego campesino del departamento que sirva de insumo en la negociación del Comité Nacional del Paro.

¿No servirían mecanismos de esta índole para recoger y debatir los reclamos de los manifestantes, como actores políticos, y articularlos a las negociaciones del Gobierno con el Comité del Paro o al Congreso cuando excedan el ámbito local? ¿No ayudarían a saltar el candado que bloquea una negociación democrática? ¿Querrán anarquistas tomarse el movimiento para que los heraldos de la guerra “salven” el país todo con una gran operación Orión?

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Reforma letal en Salud

A la violencia que campea desde todos los flancos se ha sumado la potencial amenaza a la supervivencia que la reforma de salud representa para miles de colombianos. Pese a la muerte de decenas de muchachos en las calles y a la desaparición de muchos sin noticia de su paradero; no contento el Gobierno con atribuir a mafiosos la protesta desesperada de una sociedad que estalla como no se viera antes; no contento con hacer la vista gorda a la coartada en boga que convierte al civil inconforme en objetivo militar, y cocinar la conmoción interior como antesala de un autoritarismo sin barniz; impertérrito ante el repudio de gobiernos, medios y organismos de Derechos Humanos en el mundo, extiende este Gobierno su tentáculo reaccionario sobre el ya malhadado sistema de Salud. Policías embisten a médicos que atienden a manifestantes heridos, como apunta el Proyecto de Ley 010 contra el sistema público de salud y su red de hospitales en favor del servicio privado. Retirarlo es bandera del paro.

El tocado de flores que lo adorna no logra disipar sus miasmas: ni recupera él los hospitales, ni ofrece atención primaria en salud, ni responde a los derechos de sus trabajadores y, como modelo financiero, perfecciona la privatización en oligopolio. Sostiene Carolina Corcho, vicepresidenta de la Federación Médica Colombiana (a quien me permito glosar en adelante), que el proyecto asfixiará las finanzas de los hospitales públicos, única alternativa de salud para los diez millones de colombianos confinados en los extramuros de la patria. En la lógica que persigue la rentabilidad económica y no la social, liquidará los que resulten financieramente inviables (manes de la masacre perpetrada contra ellos en el gobierno de Álvaro Uribe). Tampoco vela el Gobierno porque paguen las EPS y los entes territoriales la deuda de $24 billones que ahorca a clínicas y hospitales. Resultado al canto, la masacre laboral de sus trabajadores, ya expuestos por la ilegalidad que rodea la contratación del 80% del personal de salud.

El proyecto extrema la negación de los servicios de salud, para provocar el desplazamiento de usuarios del sistema público al privado. El Ministerio decidiría cuáles servicios, procedimientos y medicamentos financiar con dineros públicos y cuáles delegar a las EPS para que el paciente las costee. Se reduciría drásticamente el tratamiento posible del médico general, de modo que el paciente tuviera que acudir al oneroso servicio privado. Enorme tronera se abriría en la financiación de un derecho fundamental indelegable.

En Colombia los recursos del sector son púbicos pero los manejan, alegremente, entidades privadas. Y el proyecto 010 refuerza el modelo de captación financiera ilegítima con que la Ley 100 privatizó la salud. La lógica del proyecto, afirma Corcho, no emana del derecho a la salud, sino de la intermediación financiera: es lógica comercial y mercantil. La Ley 100 desmontó la salud pública, el sistema preventivo que operaba en cada municipio. Los mejores sistemas de salud son públicos y descentralizados, aunque  prestadores privados y públicos puedan convivir. Es el Estado el que traza las políticas del sector, controla los recursos y los deposita, sin intermediarios, en clínicas, hospitales y entidades encargadas de la salud pública. Reformar el modelo no da espera. Pero no será radicalizando la Ley 100, origen del adefesio que rige, sino mediante la Estatutaria de 2015, que  reconoce la salud como derecho fundamental garantizado para todos por igual.

¿Qué mente torcida concibe moler a palos a médicos que auxilian heridos de bala por la Policía? La que ordena masacrar a la muchachada, ¿será la misma que condene a muerte por falta de atención médica a las legiones de colombianos que no podrán costear servicios particulares de salud?

 

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¡Peligro, la minga hace política!

Les quitan la vida, les roban la tierra y ahora quiere la caverna hurtarles también el espacio político a los indígenas, arena del poder que las élites consideran patrimonio suyo, exclusivo. Atropellando su derecho a reclamar vida, paz, democracia y territorio –motivos típicamente políticos–, el Gobierno y sus validos invaden a gritos la escena para desconceptuar a la minga y solapar la amenaza de molerla a palos. O a bala.

Dizque por sospechas de que alberga en su entraña guerrilleros. Por la “infamia” de atentar contra la reactivación de la economía, diría Mac Master, aunque ésta no toque a los millones de hambrientos y cesantes. Por desafiar al virus, que el Gobierno dejó desbordarse al depositar en las glotonas EPS semejante reto de salud pública: el sistema privado ha engavetado 70.000 pruebas de covid. Por la impudicia de buscar diálogo directo con el Presidente. Por tener la minga carácter político, no reivindicativo, un pecado mortal para la ministra del Interior. Por la diabólica aspiración de llegar al poder para instaurar el socialismo, como sagazmente se lo pilla Él, perdonavidas favorable a la masacre humanitaria (¿) cuando de terroristas –de no-uribistas-se trate. Por no ser los mingueros egresados de la Sergio Arboleda.

Tras el lucimiento de la minga que dejó a la derecha con los crespos hechos, puso Duque los pies en polvorosa. Quedó su pusilanimidad expuesta a plena luz. Y confirmado que la vieja historia de exclusión de los “otros” (opositores, librepensadores, minorías o mayorías silenciadas) se reedita hoy en charada. Ahí están, para no ir lejos, el pacto bipartidista del Frente Nacional, el exterminio de la UP con sus 6.528 víctimas, los centenares de líderes sociales asesinados en la criminal indiferencia de este Gobierno,  las 17 curules de paz enterradas por su aplanadora parlamentaria. Política sin miramientos a costa del contradictor.

Pero esta charada podrá aumentar el caudal de sangre. Entre la maraña de advertencias, amenazas y conjuros del partido de Gobierno descuella el llamado del senador Fernando Araujo del CD: “en Colombia unos pirómanos buscan generar caos para destruir la democracia y el gobierno no lo puede permitir y debe apelar a la conmoción interior”. La medida autoriza al Gobierno a limitar la movilidad individual y colectiva,  a controlar la prensa, a suspender mandatarios regionales, a decretar impuestos y modificar el presupuesto nacional, a allanar y detener ciudadanos sin orden judicial, por sospechas. Desenterraría el estado de sitio que durante 30 años convirtió al país en la dicta-blanda del continente. Sólo que ahora, con el autoritarismo que avanza a paso marcial, tiraría más a dicta-dura.

Alarma la coincidencia de esta propuesta extremista con el asesinato de tres dirigentes del partido de oposición Colombia Humana –Campo Elías Galindo, Gustavo Herrera y Eduardo Alarcón–, por un lado. Por el otro, con amenaza de masacre de las Autodefensas Gaitanistas contra los militantes de este partido en la Guajira. Así reza el panfleto: “hemos dispuesto como respuesta armada a los diferentes actos proselitistas de las acciones comunistas el exterminio sistemático de todos y cada uno de sus militantes… (los declaramos) objetivo militar”.

El derecho a manifestarse en las calles no es baladí: fue en la calle donde nacieron los partidos políticos; en ella se defiende el establecimiento, se gesta el cambio o se fragua la paz. La calle es  escenario primigenio de la democracia, del ejercicio de la política en libertad, más allá del parlamento y de la urna. Derecho hermano del de tomar partido por el gobierno o por la oposición sin morir en la jornada. Sin tener que denunciar, como denuncian los marchantes del 9 de septiembre, los líderes sociales, los indígenas: ¡Nos están matando!

 

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¿Democracia o dictaduque?

 Rescate del Estado de derecho desde la Corte Suprema de Justicia y burla a la democracia por el alto Gobierno quedaron expuestos sin atenuantes. Al desbordamiento de la violencia instigada con sordina desde arriba, al abuso de poder en el uribato renacido, presidente y ministro de defensa agregan el delito de desacato a una orden judicial: pedir perdón a  víctimas definidas de la brutalidad policial, que se resuelve en protestantes heridos por cientos y muertos por decenas. Pero no. Como levitando sobre el horror, voz engolada de candidato en campaña, el ministro se escabulle y en cambio corona de laureles a la Policía que ha disparado a matar. “Gloria al soldado” escribirá, además, en homenaje  al uniformado que asesinó a Juliana Giraldo, porque sí. Sucia asimilación de las instituciones armadas que monopolizan la fuerza del Estado, mas no ganando el respeto de los asociados sino mediante el crimen.

Cómo no disparar, si en el reino de la caverna todo el que proteste o disienta o sea distinto es terrorista que se la buscó. Guerrillero vestido de civil. Juegan ellos a prevalecer por física eliminación del inconforme. Juegan a reírse de la Justicia para culminar su avanzada hacia el poder único, inapelable, en la persona del patrón de frondoso prontuario que la encabeza. Juegan a llegar por este camino a la meca soñada: coronar el proyecto neofascista que despuntó en 2002 y ahora desespera, peligrosamente, en su impotencia para responder a la peor crisis social en muchos años.

En texto admirable que recupera principios medulares de la democracia moderna, fustiga la Corte esta vulneración generalizada y reiterada de los derechos a la protesta, a la vida, a la participación ciudadana, a la integridad personal, al debido proceso; a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y circulación. Y el Ejecutivo no mantiene una postura neutral.

Declara el máximo tribunal que la Fuerza Pública agrede sin pausa ni medida ni control a la población civil que, en manifestaciones, es “brutalmente golpeada”. Interviene sistemáticamente con violencia, usando armas letales, contra la protesta social. Mas, por encima del orden público, postula, está el respeto a la dignidad humana. El uso de la fuerza en el control de disturbios estará limitado por el hecho de que no se trata de enfrentar al enemigo sino de controlar y proteger civiles. Siendo función suya la protección del ciudadano y de la vida, se trata de restablecer el orden, no de conculcar derechos.

Atribuye el profesor Augusto Trujillo la creciente militarización de nuestra seguridad ciudadana al hecho de que la Policía de Colombia es la única en el mundo que depende del Ministerio de Defensa. Se diría también que sigue dominada por los fantasmas de la Guerra Fría, como  el del enemigo interno, que germina con más exuberancia allí donde las diferencias políticas se ventilan con corte de franela o a motosierra batiente.

Por eso cae como un bálsamo, una luz en las tinieblas, esta voz poderosa de la Corte Suprema de Justicia: una nación que busca recuperar y construir su identidad democrática no puede ubicar a la ciudadanía que protesta legítimamente en la dialéctica amigo-enemigo, buenos y malos, sino como la expresión política que procura abrir espacio para el diálogo y la reconstrucción no violenta del Estado Constitucional de Derecho. Si la mayoría de colombianos recibe con esperanza esta simiente, que ella germine dependerá de su decisión de protegerla, regarla y abonarla, pues los que mandan se proponen destruirla metódicamente, hacerla trizas, día tras día, durante los dos largos años que les quedan todavía en el poder. No será la primera lucha sin fusiles que la democracia libre contra la rudeza del poder que hoy encarna esta dictaduque.

 

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