De amor romántico y feminicidio

No sería raro. El impetuoso, multitudinario pronunciamiento de las mujeres en México los días 8 y 9 de marzo podrá representar un punto de inflexión en la historia reciente de ese país. Para exigir trato igual, derechos y el cese de la violencia contra ellas que el año pasado culminó en 1.006 feminicidios, se tomaron las calles este domingo. Y protagonizaron ayer lunes paro general: entonces reinó el silencio en las calles desoladas; faltaron a universidades, oficinas, bancos, comercios y despachos públicos. Media población congelaba la economía doméstica y un tercio de la economía formal. No hubo en muchas casas quien hiciera los oficios o humillara la cerviz a la reconvención de nadie. Faltaron las manos que lo hicieron todo, siempre, sin paga y sin amago de cerrarse en puño. Así se visibilizó su ausencia. También allá pierde prestigio el hado del amor romántico, trampa de la desigualdad entre hombre y mujer que ensarta abusos y violencias hasta el eslabón final del feminicidio. El engendro crece legitimado por la exaltación del arrebato amoroso.

¿Cómo podrá aquel príncipe azul, elevado por el patriarcado a los altares de la belleza y la razón, derivar en asesino de su lacrimosa princesa, todo dulzura y sumisión? Pero no hay maldad en él ni necedad en ella. Ambos son víctimas de una fuerza formidable, la del mito milenario que cifra la virilidad en la violencia; y la feminidad, en el sacrificio de la libertad, de la identidad y de la propia integridad física. Aunque el efecto no es parejo: la violencia que se ejerce sobre el hombre carece de la carga ideológica que empuja la que pesa contra la mujer. Díganlo la historia, la organización de la sociedad y la cultura.

La familia, la escuela, la iglesia, la televisión enseñan desde los primeros pasos que el amor se construye en rosarios de violencias. A ella se le educa para dar; a él, para recibir; para expresarse a golpes, jamás desde las emociones y los sentimientos; se le educa para la conquista, la seducción y el dominio. A ella la coronan con la guirnalda de un amor que es pasividad, espera, renuncia, entrega, sacrificio. Y triunfa una relación de dependencia en la desigualdad que termina por resolverse en violencia física o sicológica.

De adulto, el hombre se permitirá ser niño colérico y cruel, si del honor se trata. Y se hiere el honor cuando la mujer rompe el molde, quiere separarse o escapar a su control. Entonces mata, y por lo general todos, autoridades y sociedad, hacen la vista gorda. Según el corrido –que es historia– Juan Charrasquiado mata a tiros a Rosita Alvírez por negarse, delante de todos, a bailar con él. Por desairarlo, con la sangre de Rosita le dieron otra pasada a la casa donde la mataron. Tatiana Acevedo recuerda el caso de un hombre que mató en Bucaramanga a las estudiantes universitarias Manuela Betancur y Paola Cruz, tras armarles un escándalo cuando ellas quisieron bailar con otros.

En Colombia se cometen proporcionalmente tantos feminicidios como en México: según el Observatorio de Feminicidios, aquí fueron 571 el año pasado. Dice Olga Sánchez, directora de la Casa de la Mujer, que cuando un hombre dice que va a matar a una mujer es porque la va a matar; que la mitad de los feminicidios son muertes anunciadas. Sí, en México, en Colombia y en Cafarnaún, donde quiera que rija el amor romántico como receptáculo de los estereotipos de género de la cultura patriarcal, proliferan la violencia y el feminicidio. Convertidas las diferencias en desigualdad, se construye el amor como posesión y relación de poder del hombre que prevalece por anulación –aún física– de la mujer. El ejemplo de las mexicanas arrastra. ¿Cómo no seguirlo?

 

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El aborto libre, inaplazable

A cada avance en derechos de la mujer replica el fanatismo con una violencia que respira odio hacia el género femenino. Y el aborto es blanco suculento. Curas, jueces, pastores, galenos, tinterillos, politicastros y mujeres que castigan en otras sus propias desgracias cierran filas contra la que escoge no ser madre, para hundirla en disyuntivas fatales: muerte por aborto clandestino e inseguro, estigmatización social, cárcel. La caverna se hace sentir. Ya porque la Corte Constitucional legalice el aborto cuando peligre la vida de la madre, haya malformación del feto o resulte de violación el embarazo. Ya porque reconozca la libre decisión y autonomía reproductiva como derecho fundamental de la mujer. Ya porque el exministro Juan Pablo Uribe acate orden constitucional de reglamentar el aborto en aquellos casos para salvar las vallas que se le interponen. Ya porque la derecha lo tergiverse todo.

Como sucedió con la Clínica de la Mujer en Medellín. Pensada para prestar atención integral a las mujeres de menores recursos, aborto legal incluido, derivó en cruzada político-religiosa que, a instancias del entonces procurador Ordóñez, malogró el proyecto. En la ciudad católica y violenta, doce obispos encabezaron un alzamiento de Savonarolas que saltó de los púlpitos a las calles e hizo derribar los muros incipientes del “centro abortista (que pretendía) separar a la mujer de la maternidad”. Y ahora, no bien se conoce el proyecto de reglamentación del aborto terapéutico, se confabula la derecha, no para debatirlo, sino para desandar todo el camino y recaer en la prohibición total del aborto. Porque, vuelve Ordóñez, aquí “no existe el derecho a matar […] y menos a los que están por nacer”.

Consecuencia inesperada, bálsamo para el país que puja por romper las cadenas del oscurantismo, el magistrado Alejandro Linares propone la legalización total del aborto en los tres primeros meses de gestación. Para Profamilia, ésta sería pilar de una verdadera equidad de género que erradique la discriminación; y paso de gigante en salud pública, pues el aborto inseguro pesa allí como una pandemia. Por otra parte, negarle a la mujer el aborto terapéutico puede ser condenarla a muerte o esclavizarla de por vida a una criatura nacida para sufrir. Pese a los tres casos de aborto permitido, se le interponen barreras sin fin: estigma, desinformación, criminalización, sabotaje e inducción al aborto con riesgo de muerte. Los obstáculos al aborto legal y seguro comportan violencia contra la mujer. En buena hora se propone reglamentación del aborto, taxativa en obligaciones y sanciones para quien lo boicotee.

Ella especifica las obligaciones de EPS y hospitales con la mujer que aborta: valoración completa de su estado de salud; información precisa sobre riesgo posible,  procedimiento, tratamiento, medicamentos y cuidados derivados. Certificación inmediata para proceder al aborto, urgente y gratuita si el embarazo procede de violación. La mujer tendrá derecho a decidir libremente, sin presión, coacción o manipulación de nadie. Si personal administrativo o médico de la IPS usa esos recursos, intervendrán la Procuraduría, la Fiscalía o la Policía. Ninguna IPS podrá negar el servicio.

El aborto libre terminará por salvar la vida y la libertad de miles de mujeres. Según la Corte, “no es posible someter a la mujer a sacrificios heroicos y a ofrendar sus propios derechos en favor de terceros”. Derechos en el Estado moderno, que no incursiona en la moral privada. Meterse en la cama de la gente es abuso de dictadores; y de purpurados que se brincan el Estado laico. El aborto libre, sobreviviente del odio que florece en los pantanos, no da espera. ¡Adelante, magistrados!

 

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Elecciones: se luce la selección femenina

“Hoy era el día de las niñas, de los jóvenes, de las mujeres, de las familias hechas a pulso, como la suya y la mía […] Bogotá escogió el liderazgo de una mujer, luego de centurias de gobierno de hombres, casas y cunas políticas”. Parte de victoria de la primera mujer elegida Alcalde de la capital, contra el poso de taras y vergüenzas que distinguen nuestro quehacer político. Exaltada al cargo por el voto calificado de jóvenes y ciudadanos asfixiados en aquellas miasmas, Claudia López encabeza esta avanzada de las mujeres. Selección sobresaliente que, si bien con menos puestos esta vez, encarna como nunca la sensibilidad y el arrojo de tantas, invencibles en la tarea de redimir de sus adversidades a la sociedad. Y brilla como oferta reformista, por contraste con la derrota clamorosa de la ultraderecha y su gobierno virtualmente en todas las capitales.

Triunfa Claudia; triunfa Estamos Listas, primera lista de mujeres al Concejo de Medellín que elige con 28.000 votos a la abogada Dora Cecilia Saldarriaga; triunfan Aura Cristancho y Mercedes Tunubalá, las dos primeras alcaldesas indígenas, que van “hilando gobierno para la vida”. Se luce (como  otras de su estirpe) Beatriz Rave, candidata a la Alcaldía de Medellín, por la inteligente reivindicación de la mujer en cada arista de su programa político. Impresiona Diana Osorio, coequipera de Daniel Quintero, por negarse a ser “simplemente la esposa del alcalde que sólo posa y calla”, y reivindica su propia voz de líder para el cambio. El liderazgo de la esposa del alcalde –precisa– es también el liderazgo de todas las mujeres que su alcaldía representa.

Estamos Listas es versión renovada del sufragismo, aventura colosal por el derecho al voto femenino. Ahora se aspira no sólo a elegir, sino a ser elegidas, a controlar el poder y a gobernar. Cansadas de andar en la cola de los partidos, abominan estas mujeres de la politiquería, se preparan para ejercer el poder, montan sede, definen plataforma, programa y candidatas mediante rigurosa democracia interna y copan en campaña la ciudad. Logran en un santiamén 42.000 firmas para inscribir lista, con 30% de hombres, en cumplimiento de la cuota de ley. Es movimiento de mujeres, pero con hombres, minorías de género y de raza. Su origen, un colectivo de abogadas que ejercen contra el feminicidio. Propende al respeto a la vida, a la sostenibilidad ambiental, a la educación en igualdad de género, a la reducción de la violencia contra mujeres y niños, a la redistribución de los trabajos de cuidado entre hombres y mujeres. Como opción política, una revelación. Y una promesa para el país que despierta tras la guerra.

No es ésta la primera batalla triunfal de nuestras mujeres: la saga se remonta a María Cano, a las obreras de la industria naciente en Antioquia. Pero sí es primera vez que una avanzada femenina da marco a aspiraciones ciudadanas represadas en las clases media y popular, para zarandear la política de este país.

Transgresora, valiente, denunció Claudia López la parapolítica y 50 políticos terminaron presos. Hace un año recogió casi 12 millones de votos contra la corrupción y éstos se volcaron ahora en las urnas. Se reconoce ella como fruto de la lucha de generaciones de mujeres hasta encarnar, como mujer humilde y diversa, el segundo cargo más importante del país. A una pregunta sobre el impacto de su victoria responde: “las niñas de hoy ya saben que mañana pueden votar y que, si quieren hacerlo por una mujer, no tendrán techos ni de acero ni de cristal; que no hay límite que no se pueda superar ni sueño que no se pueda cumplir”.

 

 

 

 

 

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Lobo feroz rosadito

Difícil fungir de humanista y demócrata defendiendo un evento que respira los aires del neofascismo internacional; que va de Trump a Erdogan, a Bolsonaro, a Colombia Justa Libres y al ala más recalcitrante del uribismo. Podrá María del Rosario Guerra barnizar de rosadito el rugiente fundamentalismo de la que este diario llama cumbre mundial del oscurantismo; pero lo dicho, dicho está. Y no es precisamente la defensa de los valores (¿cuáles?), de la familia (¿cuál?), de la vida (¿de quién?), de la libertad de conciencia y de culto, como lo proclama en carta a El Espectador la senadora por el Centro Democrático. Todo lo contrario. Se abundó en pleno Capitolio, con rabia, contra la llamada ideología de género (ficción cultivada en los surcos más oscuros de la caverna para desconceptuar la paz). Para convertir en política de Estado el principio religioso que denuesta el aborto, la familia homoparental, la eutanasia. Para volver al Estado confesional. En suma, para resolver la crisis de la civilización occidental destruyendo sus conquistas: la libertad, el pluralismo, los derechos ciudadanos. Peligrosa involución a un pasado de opresión y guerras de religión que las revoluciones liberales rebasaron hace siglos. Que no son la panacea, pero sí un paso de gigante hacia la convivencia cimentada en la ley civil. En la separación de religión y política, disuelta aquí por la estrategia de “un fiel un voto”.

En el escrito de Guerra las palabras engañan. Por sesgo. Y por contradecir el quehacer político de la autora, de su partido y su líder. Defiende ella la vida del cigoto mas no la de la madre que, negado su derecho al aborto terapéutico, fallece o queda prisionera de una criatura condenada de por vida a la tragedia. Exige respeto a la objeción de conciencia, acaso no tanto como derecho del objetor sino como barrera final a la larga cadena de obstáculos que sabotean el derecho al aborto. Propone extender la objeción de la persona natural a la persona jurídica, de modo que médicos y hospitales, todos a una, frustren el procedimiento. Tampoco parece importarle mucho la vida de muchachos que mueren por miles en la guerra que su partido promueve. Ni hablar de su silencio ante el insólito lapsus del senador Uribe cuando aconseja el recurso a la masacre del movimiento social. ¿Es todo esto proteger la vida?

La apelación de Guerra a los valores liberales es puramente retórica. Y equívoca la de aquella cumbre sobre libertad de cultos. Hace más de tres siglos abogó Locke por la  libertad de conciencia y de religión que, no obstante, la ley debía proteger contra los embates de la política. Repudió la imposición coactiva de una fe a toda la sociedad, su conversión en medio de dominación política. Abogó por el poder del Estado como instancia neutral frente a las religiones. Y dijo que el poder del gobernante llega hasta la protección de los derechos civiles (vida, libertad y propiedad); que no puede extenderse a la salvación de las almas.

Tras larga interferencia de la Iglesia Católica en el poder del Estado, entronizó la Carta del 91 la libertad religiosa y de cultos. En triunfo resonante, consiguió Viviane Morales traducirla en ley. La norma es taxativa: el Estado garantiza libertad de cultos, pero ninguna confesión religiosa será estatal o tendrá carácter oficial. Mas, en su carrera hacia el Estado confesional, la propia Morales y sus prosélitos han desnaturalizado la norma: proponer una ley que concede el derecho de adopción sólo a la familia bíblica es negárselo a la mayoría y reducir el poder el Estado al poder político de una fe en particular. La libertad de credos es corolario natural del Estado laico. No del Estado confesional que aquella cumbre persigue, bien trajeada de eufemismos. Oscurantismo medieval ensamblado en neofascismo: el lobo feroz disfrazado de Caperucita.

 

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Acoso sexual

Colombia, país campeón en feminicidio, registra tres casos de abuso sexual por hora, y 97 por ciento de impunidad en los denunciados. Pandemia desbocada, no perdona clase social, edad ni estatus de poder. De idéntica calaña, lo mismo abusa y viola el habitante de calle que el encumbrado hombre público ―hasta la cima del Estado― doblemente expuesto al escrutinio de la sociedad sobre su vida privada por encarnar la dignidad del liderazgo que se le confía. El concejal y aspirante a Alcalde de Bogotá Hollman Morris carga con demanda penal de su esposa, Patricia Casas, por delitos de violencia intrafamiliar que al parecer ofenden el más primario sentido de decencia. A su querella se suman ahora denuncias de tres víctimas de acoso sexual.

“Doy fe de que Hollman Morris sí ha acosado sexualmente a una mujer. La víctima fui yo”. Esto escribió María Antonia García de la Torre en su columna de El Tiempo el 1 de febrero, pese al difícil proceso que debió surtir para hablar, venciendo “el miedo a represalias que me paralizaba”. Ante la denuncia de su esposa, no podía seguir callando. Hace 8 años, dice, trabajaba ella en el periódico El Mundo (de Madrid). Como preparaba un artículo sobre el documental Impunity de Morris, se reunió con él para hablar sobre el tema, pero inopinadamente “me agarró a la fuerza, me manoseó y me besó en la boca. Mi reacción fue de asco y sorpresa y lo separé de mí como pude”. Conocidos de Morris presenciaron la escena. Decidió irse de inmediato, pero antes de salir “me besó otra vez por la fuerza. Hoy hablo de ese humillante episodio”, escribe, “en un país donde muchos hombres que se consideran de izquierda todavía se comportan y piensan como hombres de la más rancia derecha patriarcal”. En entrevista de Vicky Dávila por la W, admitiría Morris el 24 de enero la veracidad de esta denuncia.

Viene a la memoria la columna de opinión de García de la Torre sobre el tema, publicado hace un año en el New York Times, a raíz de la denuncia de violación de Claudia Morales por “Él”, intocable cuyo nombre se reservaba ella el derecho de callar. Por su aporte a la comprensión del fenómeno, me permito glosarlo aquí, a la letra: Un dedo en la boca ―símbolo universal del silencio― fue lo único que necesitó el violador de Claudia Morales para que no lo denunciara. Morales escribió que había sido abusada sexualmente por un antiguo jefe. No dio su nombre. Desde ese momento, ha promovido ella el silencio como refugio frente a las leyes colombianas, incapaces de lidiar con la violencia de género y el acoso.

Denunciar a un violador en países machistas como Colombia, sostiene García, condena a la víctima al ostracismo. El silencio se convierte en única defensa de las mujeres atacadas. Pero esta estrategia debe cambiar. El debate público ha de dirigirse a la administración de justicia, pues su inoperancia condena a mujeres por legiones. Mujeres que han soportado el dolor del abuso con estoicismo, como si no nombrar el mal lo erradicara. Mas, quien calla les otorga poder a jefes, maridos, taxistas que abusan de ellas amparados en la impunidad. El abuso sexual se alimenta del miedo femenino a denunciarlo.

Es hora de desenmascarar, en particular, a personajes públicos como Morris, que atropellan porque monopolizan injustamente el doble poder que reciben de la cultura y de la política. Es hora de exigirles un sentido ético en su esfera privada, indisociable de su rol público, como se hace de oficio con políticos en EE.UU. Es hora de respaldar a Juliana Pungiluppi, directora del ICBF, en su empeño por aplicar sin concesiones la ley contra el abuso sexual de niñas, niños y adolescentes, víctimas de sus propios familiares y vecinos. A sabiendas de que no basta con fortalecer la justicia. Tendrá que obrar también la corresponsabilidad de las instituciones del Estado y de la sociedad.

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Feminicidio: ¿coartada de la debilidad?

En Colombia, el mito mariano que adjudicó a la mujer el papel de reina del hogar convivió naturalmente con el de objeto de todas las violencias en familia, feminicidio comprendido. Para millones de colombianas, el lugar más amenazante es su propia casa. Éste se extenderá en el conflicto hacia escenarios donde ejércitos de todos los colores querrán probar su hombría ante el enemigo, convirtiendo a las mujeres en trofeo de guerra. El medio, una imaginación desbocada en recursos de sevicia sexual que tampoco se ahorra el feminicidio. El propósito, deshumanizar, humillar, desmoralizar; con la eficacia de quien suma al desprecio por la mujer aprendido desde la cuna el odio por el contendiente armado. Compañero, marido o novio violenta y mata en casa por odio enmascarado de amor. Amor que mata. Se diría que en la guerra obra el odio desnudo, librado al desenfreno de la barbarie. La guerra, sostienen investigadoras encabezadas por Argelia Londoño (Amores que matan, Medicina Legal, 2016) afecta de preferencia a las mujeres porque en ellas se construye y legitima todos los días la masculinidad guerrera.

Entre 2002 y 2009 registraron las autoridades 627.000 casos de violencia contra la mujer. De ellos, 11.976 fueron feminicidios. Entre 2010 y 2013, la mitad de los homicidios contra mujeres en Medellín fueron feminicidios. Informa Oxfam que Colombia carga con el 40% del total de estos crímenes habidos en América Latina en 2016.

Recuerda Londoño el peso abrumador de los estereotipos de género en la reproducción de la violencia contra las mujeres, en su legitimación, en su transmisión de generación en generación. La vida de pareja condensa, como ninguna otra experiencia, todas las discriminaciones y jerarquías asignadas a los roles de hombre y mujer. Pero no es ella su única víctima. La definición de masculinidad por atributos asociados a la guerra y al uso de la fuerza le impone al varón desafíos permanentes por un reconocimiento de hipervirilidad, mientras le niega la expresión de sus sentimientos y su sensibilidad. Condena al hombre a una reciedumbre imperativa, prestada, capaz de precipitarlo en el vértigo de la violencia. Del homicidio, que pesa desproporcionadamente en los varones, mil veces asociado a la masculinidad competitiva y virulenta que la cultura impone. Del feminicidio, que más parece coartada de íntima debilidad que arrojo viril.

Nuestro conflicto armado se asocia en forma escandalosa al feminicidio. La guerra profundiza el control y la dominación sobre la vida y los cuerpos de las mujeres, expresa el Grupo de Memoria Histórica. Refuerza la cultura patriarcal mediante la militarización de la vida diaria. Es la imagen de lo masculino y depredador resuelto en violencia y rubricado por la ostentación de las armas. Los paramilitares ejercieron la violencia sexual con sadismo inusitado. Buscaban atacar a las mujeres por su condición de liderazgo; destruir el círculo afectivo del enemigo; cohesionar el grupo armado y afianzar su identidad violenta; naturalizar el atávico estereotipo masculinidad-feminidad a bala, tortura, cercenamiento de órganos sexuales, violación, asesinato.

El reto: para empezar, educar desde la cuna con criterios de igualdad y de respeto entre sexos. No basta con poner fin a la guerra, escenario que proyecta también el odio ancestral a la mujer. Será preciso conjurar, además, la guerra que desde su nacimiento se libra contra ella, reina del hogar condenada de todas las biblias por encarnar la perdición del varón, y sobre cuya carne ha de caer el fierro del hombre-dios.

Coda. La sordidez de los ataques del senador Uribe contra sus jueces, por salvar el pellejo, cubren a Colombia de vergüenza. Pero el país sabe que la Corte Suprema hará justicia. Y no será la primera vez.

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