No contento con pretenderse reencarnación de Bolívar, a la muerte de Fidel, Hugo Chávez se sentirá también prolongación del líder cubano. Sin la consistencia del que creyó necesario montar una dictadura sólo para darle salud y educación a su pueblo, Chávez se perfila mas bien como síntesis admirable del carácter común a los autócratas de derecha y los de izquierda. Tiene tanto del rústico mesianismo de un Leonidas Trujillo, el “Supremo”, como del dogmatismo irreductible de Lenin. Así lo sugieren la veneración de sí mismo que reverbera en sus intervenciones televisivas, la última de 8 horas; y la brutal descalificación de quien osa cuestionar los simplismos de su Socialismo del siglo XXI. Aunque no es sanguinario como el dominicano ni hereda el genio del ideólogo de la Revolución Rusa, Chávez reproduce en bonsai la simbiosis de las extremas políticas.

Polos que se juntan, para comenzar, en la persecución a los socialdemócratas de la Alemania de Weimar, en la primavera del siglo XX, por comunistas y nazis que desde orillas encontradas se ensañaron al unísono contra los gestores de la democracia de nuestro tiempo. A lo largo de cien años, esta conjunción de equidad y libertades ha debido defenderse sin respiro ya de la cruz gamada, ya de la hoz y el martillo, ya del caudillo puñetero dado también a mandar por eliminación del otro.

Que Chávez empiece a representar esta convergencia de radicalismos opuestos no parece obedecer a una fatalidad de la historia que tendiera a repetir el pasado. En su libro El Poder y el Delirio, nos sorprende Enrique Krauze con la revelación de que el consultor de cabecera y estrecho amigo de Chávez por largos años, el sociólogo argentino Norberto Ceresole, se movía a sus anchas entre la izquierda soviética y la derecha neonazi. Que fue montonero y, después, dirigente del ultraderechista movimiento militar de los “carapintadas” en tiempos de Perón. Que perteneció a la Escuela Superior de Guerra de la URSS y, a renglón seguido, militó en el neonazismo. Que escribió libros de geopolítica explícitamente inspirados por el general del Tercer Reich, Karl Haushofer. Si ello no rubrica a Chávez como fascista, diríase con Petkoff que más de un rasgo lo acerca a tal estereotipo: el culto al héroe, a la tradición y a la violencia, el desprecio por la ley y las instituciones republicanas a título de vocero del pueblo, “su presencia permanente y opresiva en los medios, el discurso brutal  contra el adversario”.

Reconocida la obra social de su gobierno, el autoritarismo ideológico de Chávez busca expandirse regalando petróleo y dólares (53 millones a la fecha) mientras la economía de su país desfallece. Tras la expulsión de 22 mil técnicos e ingenieros de la industria petrolera, la producción de crudo se ha reducido a la mitad y los ingresos por ese concepto, a la tercera parte.

Tras la solitaria protesta de Chávez contra el genocidio de Gaza, yace un corazón valiente, cómo negarlo. Pero también la intención de cerrar filas con Irán y Rusia, por ver si resucita la Guerra Fría con Venezuela como nueva cabeza de playa. Meca de un personalismo inflamado, tan peligrosa como absurda es la designación de un veterinario en la cartera de Cultura para la patria de Andrés Bello.

Sobrecoge este renacer de egócratas calentanos que persiguen el poder absoluto y vitalicio torciéndole el cuello a la democracia, sólo porque estiman que “quien ha gobernado bien tiene derecho a repetir… indefinidamente”. Como si José Obdulio asesorara a la vez en la Casa de Nariño y en el Palacio de Miraflores.

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