Con un siglo de retardo, la China tiende hoy  hacia el modelo que la socialdemocracia había adoptado en los países desarrollados como fórmula de transacción entre un capitalismo sin control y el paradigma totalitario que se ensayaba en Rusia. La Asamblea Popular china acaba de aprobar por mayoría abrumadora la ley que le otorga a la propiedad privada el mismo estatus de la propiedad pública y la colectiva. Desenlace de un proceso de ablandamiento de ideas e instituciones que comenzó hace tres décadas, cuando el coloso de oriente se dio a disputarse el mando de la economía mundial. Hoy ocupa el cuarto lugar entre las potencias del planeta. El “peligro amarillo” ya no evoca el mito de la raza famélica que todo lo invade en busca de sustento, sino el riesgo de destronar a Estados Unidos, Europa y Japón.

Pero el timonazo final parecía inevitable también porque casi dos tercios de su producto interno bruto pertenece ya al sector privado. Sin embargo, la vetusta dirigencia del Partido Comunista seguía atornillada a una ortodoxia inflexible que le impedía ver la realidad: el gigante feudal se había industrializado. Roto el cascarón del subdesarrollo, incursionaba en la modernidad sin mirar atrás, como no fuera para adaptar los símbolos de su cultura milenaria a nuevos afanes. El Estado podía ahora dulcificar su avasallamiento de la producción y el consumo. Se había escalado la condición que en su momento le permitió a Europa democratizar el Estado y la economía por el camino de las reformas y no por el de la revolución violenta.

Heredera del liberalismo y, además, cuna de recias organizaciones obreras, Europa occidental introdujo el Estado social al despuntar el siglo XX. Intervencionista, el nuevo Estado rompe el principio de la autonomía del mercado como agente principal de regulación de la economía. Pero respeta la libertad de empresa. Lo mismo propicia el crecimiento que condiciones de vida decorosa para todos. No redistribuye la propiedad, a la usanza del comunismo, sino el ingreso. Y, en régimen de economía mixta, planifica concertando con las fuerzas de la sociedad. Mas, ¿qué es, si no, economía mixta, esta convivencia y cooperación entre capital privado y público que se observa hace rato en China? Acaso no se cumplan allá todas las notas que le dan su fisonomía al Estado social en el mundo capitalista. Pero se adivina el poder de inducción de una economía mixta sobre las demás aristas del modelo.

Si desde la orilla de la China Roja el péndulo se desplaza hacia un socialismo “de mercado”, desde el extremo neoliberal amaga éste con devolverse a su turno hacia un punto medio o moderado. Así lo sugiere Joseph Stiglitz, exdirectivo del Banco Mundial cuando este organismo suspiraba con más brío por el lesefer. Ahora él considera insostenible el fundamentalismo de mercado y necesaria la intervención del Estado, si se quiere eficiencia en la economía. Inesperadamente, exalta el modelo sueco como “otra forma de economía de mercado”; a sabiendas de que Suecia representa, ni más ni menos, el tipo más acabado del Estado social. Para rematar, elogia el desempeño de buena parte del Este asiático en la globalización, cuya gestión, le parece, beneficiaría por igual a países desarrollados y subdesarrollados.

Parece claro, pues, que los modelos radicales tienden a moderarse y a converger en algún punto intermedio. Y que el modelo socialdemócrata adquiere vigencia renovada, en la medida en que tanto la tiranía del Estado como la del mercado se muestran hoy como engendros intolerables del pasado.

Con todo, un hondo abismo separaría todavía al nuevo modelo chino del socialdemócrata europeo: el autoritarismo del régimen político. Sería hora de reconciliar democracia económica con democracia política. Antes de que ocurra otra masacre como la de Tiananmen para silenciar a bala la rebelión contra la dictadura.

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