La peligrosa incursión del general Zapateiro en esta campaña electoral no es un exabrupto. Resulta de un proceso intermitente de politización en las Fuerzas Armadas, que transforma su función constitucional de asegurar la integridad del Estado y del conjunto de asociados en instrumento de un gobierno o de un partido. Para apretar con puño de hierro no sólo al insurrecto armado sino a todo el que reclame, aun por las buenas, o discrepe de la camarilla en el poder.  Debuta el engendro con la dictadura de Ospina, que desencadena la Violencia en grande a mediados del siglo pasado; renace con impronta de dictadura del Cono Sur en el Estatuto de Seguridad de Turbay; se viste de epopeya patriótica escrita a dos manos con el paramilitarismo en la Seguridad Democrática de Uribe, y desemboca en la Ley de Seguridad Ciudadana de Duque: protocolo jurídico del régimen que ahoga en sangre la protesta popular, se apaña al exterminio de líderes sociales y sabotea la paz.

Bien ha cumplido su cometido la doctrina del enemigo interno en esta democracia tan ajena al golpe militar como inclinada a excluir y perseguir –aun por las armas– a quien profese ideas distintas de las consagradas en aquellos gobiernos. Hasta señalar al contradictor político como guerrillero vestido de civil, ominosa generalización que matricula a todo librepensador en las filas de la subversión. Y procesa por terrorismo a líderes de la protesta callejera.

No siempre disparan los militares motu proprio sino por orden del poder civil que, en virtud del estado de derecho, prevalece sobre ellos. Pero en Colombia ha usado y abusado el poder político de quienes portan las armas de la república, en defensa de intereses particulares o de secta pintados de cruzada por la democracia. Más allá del general que tolera el espectáculo de sus aliados paramilitares que juegan fútbol con la cabeza de sus víctimas; más allá de quienes ejecutaron la más pavorosa matanza de inocentes, los falsos positivos, medra la crítica de oficiales inconformes con la manipulación de los uniformados por el gobierno de turno.

En agudo libro sobre identidades en la oficialidad, el capitán (r) Samuel Ignacio Rivera resiente el estigma que pesa sobre el Ejército. Por su histórica propensión a fungir como centinela del gamonalato y sus haciendas. Por su pérdida de neutralidad como fuerza del Estado, para transformarse en fuerza de choque de los gobiernos conservadores durante la Violencia. Por su sesgo contra el pueblo, tenido por enemigo interno. Por su condescendencia con políticas de seguridad que se resolvieron en ejecuciones extrajudiciales. Y, digamos, por el pésame del comandante del Ejército, a la muerte de Popeye.

Sí, a Ospina se remonta la historia, pues éste trocó a Ejército y Policía, las fuerzas de seguridad del Estado, en fuerzas de choque al servicio del Gobierno y contra la oposición política. Lleras Restrepo lo acusó de destruir la imparcialidad del Ejército y su condición de árbitro. Fue grave causa de la Violencia. Y en 1.962 señaló el general Ruiz Novoa en debate parlamentario que no fueron las Fuerzas Armadas las que incitaron a los campesinos a matarse para ganar elecciones, sino los políticos. Treinta años después, la seguridad draconiana de Turbay se justificó en el demencial robo de armas al Cantón Norte por el M19. Reaccionó en defensa del Estado, pero proyectó la feroz represión a la oposición legal a su Administración. El uribismo emularía después estos modelos de fuerza.

Dijo Alberto Lleras que tan grave es la indisciplina de un militar contra un gobierno como la indisciplina a favor del mismo, pues siempre redunda en violencia. Dudará Zapateiro entre prestar oídos a los cantos de sirena de la Mano Negra, o bien, restablecer su honor de soldado como guardián de la democracia. La historia toma nota.

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