No pertenece Uribe a la dulce medianía. Amañada, sí, su elección como el gran colombiano: en ella mediaron el cálculo político y el dinero, como lo describe Cecilia Orozco en su columna. Pero la reacción de la sociedad resulta reveladora pues, para bien o para mal, se siente interpelada toda por el ex presidente. De un lado, media Colombia resiente la distinción otorgada a quien tuvo por protomacho camandulero, reaccionario y corrupto. Del otro, se enorgullecen aquellos en quienes, a la manera de Chávez, sembró esperanza de redención. Muchedumbres enteras le guardan afecto al hombre que arrinconó a las odiadas Farc y, poncho al hombro, se acercó al común, aunque siempre rodeado de cámaras y reflectores. Otros prosélitos suyos se suman al aplauso: los sectores más virulentos que emergieron al calor del narcotráfico y consideraron a Uribe su mentor. Y no estaban solos, que el negocio irrigaba todas las venas de la economía y la política. En 2008, cuando los asesinatos de paramilitares alcanzaban su cúspide, un tercio de colombianos los apoyaba.
Pero en aquel codearse con el pueblo había doble fondo. En muchos dejó su impronta el gobernante que cada sábado durante ocho años alternaba invocaciones al padre Marianito con injurias a quienes no reverenciaban al caudillo; con algún “proceda mi coronel que yo respondo”, cuando disparar contra el prójimo parecía cosa de niños; y con chequecitos del presupuesto oficial que él presentaba como dádiva personal al desvalido. En la mira, atornillarse indefinidamente al solio de Bolívar. Mientras tanto, las grandes decisiones de gobierno abultaban la chequera de importadores y banqueros y especuladores de tierra y ladrones de tierra (con muertos o sin ellos) y potentados nacionales y extranjeros a quienes se les perdonaron billonadas en impuestos dizque para animarlos a crear empleo. Nunca lo crearon.
La clase política comprometida con paramilitares y narcotraficantes fue su bastión en el Congreso. Tal como Mancuso lo había anunciado, 35 por ciento de los parlamentarios eran parapolíticos. A la fecha, una centena de ellos ha pasado por los tribunales de justicia. “Los paramilitares llegaron a poner dos millones de votos en las elecciones de 2006, y de ellos el 90% se fue para la campaña uribista”, anota Claudia López. Según la investigadora, prueba reina de que el entonces presidente redondeaba mayoría parlamentaria con parapolíticos fue su orden de hundir el proyecto que retiraba del Congreso a políticos impuestos por las armas o el narcotráfico. Les había pedido (¡por la radio!) votar sus proyectos antes de ir a la cárcel.
Y cuando empezaron a caer en manos del los jueces, el presidente se dio a defenderlos y a deslegitimar a la Corte Suprema que los juzgaba. Dice López que guardó silencio o “minimizó las evidencias de complicidad entre paramilitares, miembros de la Fuerza Pública y políticos (…) Defendió al exgobernador de Sucre, Salvador Arana, y lo nombró embajador en Chile; defendió a Jorge Noguera, exdirector del DAS, y lo nombró cónsul en Milán; defendió al general Rito Alejo del Río y lo homenajeó públicamente; defendió al exfiscal Luis Camilo Osorio y lo nombró embajador en México…”
La distinción a Uribe halaga, pues, a unos, y a otros los cubre de vergüenza ajena. Habrá quienes sigan considerándolo “una inteligencia superior” comparable a Napoleón Bonaparte. Otros, como Guillermo Aníbal Gärtner, promueven por las redes sociales la revocatoria del título concedido: por tratarse de “un personaje sub-judice sobre el cual pesan fundadas sospechas de su compromiso por acción y por omisión en el fenómeno paramilitar y la parapolítica en (este) país”. Colombia no es Uribe. Sólo una parte.