La audaz recuperación de 41 mil hectáreas la semana pasada en Urabá es una carga de dinamita contra el bastión agrario del narcotráfico. Enhorabuena. Pero, siendo causa suprema de la corrupción sin límites que este Gobierno y los organismos de control destapan día a días, el narcotráfico produjo efectos más perniciosos aún: torció la mentalidad de los colombianos hacia la complacencia con el robo y la indiferencia frente el crimen. No pocos asumen estas actitudes o aspiran a imitarlas. En particular, cuando gobernantes y delincuentes de cuello blanco se convierten en modelo de conquista a codazos del poder y la riqueza, en un país donde las oportunidades son privilegio de ricos. Para muchos colombianos, el narcotráfico es la oportunidad que redime de la pobreza. Aunque pulverice la ética y trace pauta a las escuelas del crimen que enseñan un grosero pragmatismo y sangre fría en el quehacer público y privado. Más escandaloso que el lenguaje soez de algún mandatario que incitaba en público a la violencia es la impavidez y hasta el júbilo con que sus prosélitos recibían el mensaje. Crecía su popularidad. Y el número de muertos. Según la Fiscalía, sólo entre 2006 y 2010, 173 mil inocentes murieron a manos de paramilitares y 34 mil desaparecieron. Y la corrupción administrativa cobró dimensión sin precedentes, como lo comprobamos hoy.
Datos del Banco de la República y consultorías del DANE revelan que en 1998 nuestras exportaciones legales sumaban menos que las ilegales. Las de café, petróleo, carbón y productos tradicionales, entre otros, alcanzaban 10.930 millones de dólares; las de cocaína y heroína, 13.118. La tendencia se mantiene. Pero la fría cifra encubre el drama. Si miles de familias viven, gozan y sufren de la economía cafetera, seis veces más familias viven, gozan, sufren y mueren de la economía del narcotráfico. Múltiples actividades la componen: siembra, procesamiento, transporte, comercialización, lavado de activos, reinversión en tierras, en propiedad raíz o en la bolsa. Con diferencias abismales –como en toda actividad económica que termina por concentrar sus réditos en unos cuantos- del narcotráfico viven raspachines; laboratorios químicos y procesadores de alcaloides; camioneros, aviadores y uniformados de todos los rangos que cobran por no ver; abogados, notarios y notables; alcaldes y gobernadores y parlamentarios que buscaron a los mafiosos para enriquecerse ellos también. Y, ay, los banqueros, la cabeza del león, con sus paraísos fiscales y su secreto bancario a discreción de narcotraficantes, dictadores, ladrones de fondos públicos y bandidos de prestancia social indiscutida. Tras todos estos protagonistas visibles de una economía así dinamizada, el poder institucional y político de la nueva patria. Despótica, brutal. Promesa de un ascenso social que dosifica y mezquina su poder conforme la nueva dirigencia se asimila a la gente de pro, y ésta multiplica su riqueza en santa alianza con el odiado advenedizo.
La llamada cultura mafiosa que invade todos los pliegues de la sociedad y del Estado, que se adivina en cada escándalo de corrupción no es, pues, una simple propensión al enriquecimiento fácil. Éste es apenas manifestación de un fenómeno más perturbador: la irrupción de una sicología colectiva proclive a la trapisonda, a la violencia y el crimen. Bienvenida la recuperación de tierras usurpadas por paramilitares y el Fondo Ganadero de Córdoba, entonces presidido por Benito Osorio, hoy preso por parapolítica. Paso siguiente en la lucha contra la corrupción será atacarla de raíz: erradicar el narcotráfico. Probada la inutilidad del prohibicionismo, el Presidente Santos deberá pelearse la legalización de la droga, arma letal contra el narcotráfico. Entonces a Colombia se le borrará el sanbenito de país mafioso.