La rivalidad de prima donna que ha enfrentado a Uribe y Chávez empieza a revelar dimensiones insospechadas. Ambos mandatarios se despojan de su hoja de parra para fungir como emisarios latinoamericanos de la nueva guerra fría que, hoy como ayer, enfrenta a las potencias por el dominio de los recursos energéticos del planeta mediante el control militar de posiciones estratégicas, esta vez en Colombia y Venezuela. Uribe le ofrece a EE UU su territorio, desde donde ese país podría “promover movilidad aérea global” y apoyar la proyección estratégica de su ejército sobre el subcontinente. Tras largo silencio y secreto, el Presidente dirigió a parlamentarios un documento según el cual el acuerdo militar se propone perseguir el narcotráfico, el terrorismo y “otras amenazas de carácter transnacional”. Chávez, a su turno, apadrina el renacimiento de la OPEP, al lado de Rusia e Irán, ricos productores de petróleo y de armas nucleares que también quieren mandar. Entre los tres producen la cuarta parte del crudo en el mundo. La OPEP volvió sobre su estrategia de reducir la producción de crudo que en 1974 quintuplicó súbitamente los precios del petróleo, con gravísimo daño para el Primer Mundo.

Supérstite gratuito del gobierno norteamericano, con el convenio de las 7 bases Uribe dirige un torpedo contra el proyecto de unidad de Suramérica, que se le sale de las manos al Tío Sam. Por ver si éste condesciende con su reelección, le “concede” un TLC nefasto para el país y sigue ayudándole en su guerra contra las FARC, les vuelve la espalda a los amigos. Y ofrece mantener a Colombia como patio trasero de la potencia del Norte y teatro de operaciones de una guerra ajena, por fría que ella pueda ser. Con idéntica mansedumbre les ofrece Chávez lo propio a las potencias de Oriente. Entre tanto, irritado en la frivolidad de la cumbre de Bariloche, el Presidente Lula alcanza a menear el motivo que convoca a Unasur: si América Latina dependió siempre de Estados Unidos y Europa, ahora busca su unidad en la independencia frente a potencias extranjeras. En suma, conforme Uribe y Chávez se alinean en la vetusta polaridad de la guerra fría, Lula reivindica          el derecho a montarse en otro tren. Líder indiscutible de la región, busca para ella integración económica, defensa propia y autonomía política.

Como EE UU, Rusia busca sus propias bases, y esperaría saltar pronto de  maniobras militares en Venezuela a bases de movilidad en ese país. La perspectiva del vecino es aliarse con Rusia, China e Irán, para restablecer el equilibrio militar  estratégico que el acuerdo de Uribe con EE UU empeñó. Con la guerra de Iraq en 2003 se despabiló la nueva guerra fría y los precios del crudo se dispararon. Chávez pudo financiar su socialismo que deriva en dictadura y comprar apoyos en el continente. Envalentonada también por la bonanza, Rusia volvió a levantar cabeza, se propuso recuperar el protagonismo perdido dos décadas atrás y respondió al escudo antimisiles que Bush montaba en países de la OTAN reivindicando multipolaridad en el nuevo escenario de poder global.

En tal recomposición de fuerzas afirmadas en la capacidad de control militar sobre los recursos energéticos y biológicos del planeta, Suramérica anda con el corazón dividido. Los gobiernos socialdemócratas reclaman autonomía frente a esta nueva guerra fría. Los más conservadores, Uribe y Chávez, se prestan al juego y compiten por ver quién llega más lejos. De momento, saca ventaja Uribe: ha confinado a su país en la soledad, tragedia cuyo primer acto tuvo lugar en Bariloche.

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