No es novedad, pero exaspera la complaciente liviandad de los mandamases para capear el fenómeno. El asedio al Estado en Colombia resulta del desgobierno, sí, pero procede desde flancos sociales opuestos, si bien signados por un propósito común: el asalto al poder. A él concurren el crimen organizado en combos y pandillas que suplantan las funciones del Estado en territorios remotos y en ciudades como Buenaventura y Medellín; y combos de grandes empresarios organizados en grupos económicos que colonizan el poder público y lo ordeñan para su propio peculio. En los de abajo se respira abiertamente la impronta de hegemonías mafiosas (de narcos y paras a menudo al servicio del notablato local, y de guerrillos) impuestas a sangre y fuego en medio siglo de guerra sucia, y de armados ilegales que llenaron el vacío del Estado ausente.

Por su parte, los grandes empresarios practican un capitalismo de compinches; arcaico, dirá el versátil profesor Diego Guevara: proclives al monopolio, desdeñan la sana competencia, no arriesgan un duro a la inversión y cifran su buena estrella en los favores del Gobierno; siempre dispuesto a privilegiar a los tiburones más voraces en desmedro de millones de sardinas desamparadas. Invaluable aquí la puerta giratoria para personajes que alternan puesto de mando en el Gobierno con sus negocios particulares. Que así se lucran con información privilegiada (del Estado) o, en voltereta olímpica, abrazan al compadre que vienen de vigilar. Combos de arriba que cogobiernan, la mira puesta sólo en la faltriquera, en veces a despecho del cuello blanco que podrá convivir con la corrupción y el abuso.

En este capitalismo de compinches, derivan los empresarios todas las ventajas y gabelas del poder público, las tributarias en particular. En 2020, el sector financiero pagó 1,9% de impuestos sobre $121 billones de utilidades,  las petroleras 7% sobre $92 billones y las mineras 6%, cuando por ley debieron pagar el 33%. Por estos tres sectores, dejó el fisco de recibir $80 billones. Declara Hacienda que dará “tranquilidad a los mercados y a los inversionistas”, mientras prepara generalización del IVA; una puñalada al ya mísero ingreso de los pobres y vulnerables que suman 71,2% de la población. Logros del gran poder empresarial en el Ejecutivo que, gracias a una ley de Duque, se extenderá ahora al Legislativo: la norma exime a los congresistas de impedimentos para votar leyes en favor de las empresas que financian sus campañas electorales. Se redondea, pues, la captura corporativa del Estado.

Si exprimen al Estado los combos de arriba, los de abajo lo suplantan. Una investigación adelantada por las universidades de Chicago y EAFIT, en cabeza de Gustavo Duncan y Santiago Tobón, demuestra que las pandillas desempeñan las funciones del Estado, prácticamente en todos los barrios de ingreso medio y bajo de Medellín. En media ciudad. La delincuencia vigila, cobra impuestos, administra justicia, controla la disciplina social. En ella manda la sofisticada estructura criminal de 350 combos reagrupados en 15 o 20 pandillas y goza de alguna legitimidad. Aunque también presta servicios de sicariato y protección de su negocio al narcotráfico.

En amplias regiones del país se replica la acción de estos poderes fácticos. Muchas veces en el campo al tenor de empresarios que así perpetúan su vieja alianza con el paramilitarismo: combos de los dos niveles resultan cerrando aquí un círculo de cooperación. El Estado, por su parte, manoseando su propia legalidad, podrá cerrar otro círculo de cooperación con delincuentes, hasta consagrar, verbigracia, la dictadura de un don Berna en la Comuna 13 de Medellín. ¿No será la cooptación de este homicida por el Estado en la Operación Orión, referente legitimador de los combos criminales que mandan en Medellín?

 

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