“Reducir la corrupción a sus justas proporciones” fue precepto del Presidente Turbay en ejercicio del cargo. Aquel mal preside hoy el podio de la debacle que agobia al país. En su espectro variopinto, abarca desde el crimen hasta el terreno viscoso del enriquecimiento súbito del que se lucran, con naturalidad escandalosa, los propios hijos del Presidente.

En tiempos de Turbay, el contrabando y las esmeraldas ofrecieron la estructura comercial al mercado negro de las drogas ilícitas y éste terminaría acomodándose en la sociedad y en el poder público. La frase de marras hizo estragos. Por venir de la más excelsa dignidad del Estado, legitimó una ética de gelatina y obró como detonante del sálvese quien pueda y como pueda en un país donde sobrevivir es, para tantos, una proeza. En la informalidad del rebusque prosperó el torcido. Y éste ganó prestigio en clubes y cantinas, como rasgo de inteligencia y osadía.

Además, llevamos dos siglos practicando la política del despojo. O acaparamiento de todos los recursos, puestos, presupuestos y contratos del Estado por los políticos que ganan en las urnas mientras los derrotados languidecen en el asfalto. Privatización del patrimonio público por avanzadas de una fuerza que actúa como ejército de ocupación para hacerse con el botín de guerra. Y sin control: durante el Frente Nacional no hubo quien pusiera el tatequieto a la corrupción, pues oposición no había. Si hoy la hay, el gobierno la persigue desde el DAS, en acción que Caballero Argáez tipifica como terrorismo de Estado. La feria de los vivos, si se considera que en este país el Estado es el primer empleador.

Y el narcotráfico, ¡ay!, agregó el crimen a las formas consagradas de la corrupción  (mordida, robo, peculado, abuso de información privilegiada, tráfico de influencias). La Fiscalía formaliza cargos contra el exdirector del DAS, Jorge Noguera, “un buen muchacho” de la entraña del Presidente, por poner la entidad al servicio de los paras, recibir comisiones por los contratos que les daba y ser coautor de cinco asesinatos.

Marcela Anzola y Francisco Thoumi examinan un fenómeno de bulto que ellos consideran la raíz de nuestros males: el de una ética acomodaticia que confunde el espíritu del empresario con el del negociante. Hacer empresa, dicen, es acometer una acción productiva de largo alcance, que crea riqueza y empleo. El negocio, en cambio, es un acto de oportunidad que se agota en sí mismo y busca el beneficio inmediato de uno solo. En el modelo ideal, el empresario suda la riqueza; el negociante se la topa de golpe. Y se la topa por sagaz o por suertudo o por contar, como los niños Uribe, con todas las palancas del poder. Entonces el negociante corona: lo que hoy vale 300, mañana valdrá 33 mil.

Así amasada la riqueza, a golpes de suerte o de poder, premia a unos y a otros les arrebata el pan. Las “inversiones” del narcotráfico en el campo convirtieron a desclasados en terratenientes y a 4 millones de campesinos en desarraigados sin esperanza. Tampoco se diga que toda empresa, sólo por serlo, busca la función social de la riqueza. Muchas de ellas, amparadas en el mercado libre, o bien, consentidas del Estado, hacen más negocio que patria.

Empresarios de esa laya, negociantes, timadores, burócratas venales y bandidos no lo son todos en Colombia. Pero la riqueza que deriva del privilegio, del timo y la violencia ha malogrado las costumbres y abierto el espíritu al consejo paterno que emula con el de Turbay: “Consiga plata mijito, consígala honradamente; pero si no puede con honra… ¡consiga plata, mijito!”.

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