Envuelta en pétalos de rosa, la Constitución del 91 validó un modelo económico ultraconservador que frustró en el huevo la divisa del desarrollo y su dirección por el Estado. Catapultó a una elite de importadores y banqueros sin patria, glotones, indiferentes a la miseria que dejaban a su paso por el poder. Entre los panegíricos que proliferan por estos días –merecidos, digamos, por la consagración del Estado laico y el entierro del Frente Nacional- poco se habla de la realidad económica que se impuso sobre la letra (a menudo reformista) de la Carta. Si Colombia es hoy  campeón en desigualdad, pobreza y violencia en América, no será porque la norma escrita tardara en transformar la realidad. Es, precisamente, por lo contario: parte de sus disposiciones no podía sino producir tan vergonzoso resultado. El principio neoliberal  que prevaleció en su inspiración y cobró cuerpo en el articulado se engulló el “derecho a la vida digna”, hasta convertirlo en rey de burlas. A medias contuvo la tutela la ofensiva del “nuevo” paradigma contra los derechos económicos y sociales de la población. Más papistas que los papas del Consenso de Washington, los nuestros tornaron al rudo lesefer que en el capitalismo de los siglos XVIII y XIX había animado la revolución industrial en Inglaterra. Ms no para hacer aquí industria, sino para desmontarla.

Todo ello al calor de una apertura comercial y financiera que quebró al campo, noqueó a la precaria industria y hoy insiste en potenciarse a la ene con teelecés que nos niegan de entrada un futuro de industrialización. Al calor de la fiebre privatizadora, se despojó al Estado de su prerrogativa como promotor del desarrollo; y de la función social que el bien común aconseja. La trocó en negocio de malandrines, dizque por ser éstos más eficientes e incorruptibles que el Estado. ¿Saludcoop? ¿Los Nule? ¿Los beneficiarios de las concesiones de Andrés Uriel? Finalmente, el Banco de la República quedó reducido a batallar –batalla enana- contra la inflación. Olvidó el desempleo, al que tuvo por “mal necesario”. Y su tarea medular como banco de fomento del desarrollo. El desarrollo, una “antigualla”. Entonces se le concedió a la banca privada una gabela descomunal: en adelante sería ella y no el Banco Central la que le prestara (carísimo) al Gobierno, ¡con dineros del propio Banrepública! Se forzó así la intermediación de los banqueros, para que en esta vuelta absurda colmaran sus arcas. Pésimo negocio para las finanzas públicas, de oro para las privadas. De eso se trataba.

Mientras Suramérica desmonta el modelo de mercado sin controles que las dictaduras del Cono Sur habían cooptado;  mientras torna al desarrollo propio paladeando a los amos de la globalización, Colombia porfía en la fórmula sin esperanza del siglo XIX: exportar oro, carbón, florecitas, bananitos, e importar computadores. Productos primarios que pagan salarios irrisorios, contra bienes que han incorporado toda una cadena de trabajo bien remunerado. He allí la prosperidad que nos espera. Sellada con broche del más rancio neoliberalismo. La norma de sostenibilidad fiscal, afincada en la Constitución. Ella canta victoria sobre los derechos económicos y sociales de los colombianos, sobre la tutela, tan tímida sin embargo con el derecho al trabajo.

Carta contradictoria ésta del 91, donde termina ganando siempre la disposición conservadora. La negra mano del mercado, cargada sin atenuantes a favor de los poderosos, pues no se afirma sobre competencia verdadera, no crea oportunidades iguales para todos. Cómo andaremos de mal que el ex ministro Alberto Carrasquilla –hombre no propiamente de izquierda- proclama su desilusión con “la Constitución cavernaria que (de hecho) nos rige en lo económico y social”.

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