Van por los restos. Ya las bancadas del Gobierno preparan anhelantes el asalto final al erario, no sea que se queden con bolsillos y urnas a medio llenar. Tumbar la Ley de Garantías Electorales será tarea de cierre para cargar sin obstáculos el último saco de la cosecha de corrupción en esta Administración, puesta la mira –entre otros– en los $20 billones de regalías represadas y en los $2 billones reservados a vías terciarias. Si no caen sobre el pastel entero, a lo menos sobre una porción que asegure la curul y el nuevo ciclo de puestos y contratos cocinados en la sombra con amigos. Prolongan la saga de Reficar, Odebrecht, Saludcoop o el carrusel de la contratación en Bogotá, cuyo cerebro, Emilio Tapia, reaparece como el Ave Fénix en la defraudación de Mintic por $70 mil millones.

A su lado, la ejecución de $5,7 billones del Fome en la pandemia que, según el Foro Nacional por Colombia, registra alertas y “promesas” de investigación. Si no fuera por su grotesca incongruencia, muchos de esos contratos moverían a risa: una distribuidora de licores que vende ventiladores clínicos, una polvorera que vende tapabocas, una firma que suministra materias primas a industrias del acero y el petróleo vende ventiladores para las UCI. La suma de estos contratos daría $179,116 millones. Modesta muestra de la corrupción que puede brotar allí donde el gobernante trueca el interés colectivo por el suyo propio y el de su círculo de poder.

Que corrupción hubo siempre no se discute. Pero en las últimas décadas se  acumularon factores que no fueron ya de riesgo sino dinamita para una explosión en masa de la robadera. Para comenzar, con la fiebre privatizadora de 1991 que entregó a particulares empresas y funciones del Estado, creyeron los constituyentes erradicar la corrupción: la empresa privada se les ofrecía como un nirvana de  pulcritud y decencia. Se equivocaron. Servicios públicos, salud y pensiones fueron desde entonces negocio de mercaderes, mientras la contratación pública crecía como la espuma, casi sin controles, para contento de sus usufructuarios mayores: funcionarios, políticos y contratistas. Afirmada sobre la cultura de la ley hecha para violarla, del clientelismo y de las mafias, a la corrupción han contribuido también otros factores:

La elección popular de alcaldes y gobernadores rompió los controles (con vacíos pero todavía vigorosos) del poder central sobre funcionarios que se rodearon de nubes de contratistas compinches, mientras las contralorías departamentales participaban del negocio. A la postre, también el poder central se lucraría impunemente bajo el ala de los organismos de control  cooptados por el Ejecutivo, como sucede hoy. El auge del petróleo y del carbón, traducido en regalías, derivó en feria de millonarios elefantes blancos. Y, con la circunscripción nacional para senado, los costos de una campaña llegaron a superar los $25 mil millones financiados por alguna chequera intrépida, erogación que el dadivoso recuperaría después con creces en contratos públicos. La financiación privada de campañas electorales es fuente suprema de la corrupción.

Contra ella nada hace el Consejo Nacional Electoral, órgano integrado por delegados de los partidos a los que pretende controlar; ellos mismos tampoco sancionan a sus corruptos. Y sigue triunfal, eficientísima, la sociedad entre funcionarios públicos que monopolizan la contratación del Estado y los políticos, con pliegos amañados y a menudo sin licitación. Tal como lo harían ahora, para reelegirse y acabar de enriquecerse, si hunden la Ley de Garantías.  Rendición de cuentas, investigación y sanción quedarán para otros aires. El abuso de poder en este Gobierno es, en palabras del Foro por Colombia, vulneración, afrenta y deshonra para la democracia. Digamos, una cueva de Alibabá.

 

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