Va aprobando rauda, complacida, la reforma de control fiscal que el contralor Felipe Córdoba propone. A sólo dos debates pendientes, la aplanadora parlamentaria acogerá medidas para prevenir el riesgo de asalto al erario, pero asegurándose de que naufraguen en las contralorías regionales. Conocedoras imbatibles de las artes que conducen al robo de los recursos públicos, estas mayorías de la politiquería se avienen a mecanismos de advertencia anticipada en contratos con el Estado, mas no tocan las cuevas de Alibabá donde éste pierde $55 billones al año y recupera la migaja del 0,4% del saqueo. “El parágrafo [que mantiene las contralorías] fue construido con el Congreso, no por la Contraloría”, le confiesa Córdoba a Yamid Amat, “y yo respeto la autonomía del Congreso”. Extenuante debió de ser el muñequeo con este megapoder de la venalidad, que por enésima vez canta victoria. Para no mencionar el reparto de puestos a los honorables entre los 1670 nuevos cargos que el contralor estima necesarios para tecnificar la entidad y darle la eficacia que le falta.

Podrá el funcionario dotarla de especialistas, podrá vigilar en tiempo real y sumar al control posterior el de advertencia contra el pillaje, pero quedará montado el aparato que sostiene el modelo yo te elijo-tú me vigilas, fuente viva de corrupción. De las 32 contralorías departamentales, sólo dos presentan riesgo moderado de corrupción; la abrumadora mayoría ofrece riesgo alto o muy alto, dice Transparencia. Elocuente el caso del contralor de Antioquia, Sergio Zuluaga, apresado esta semana por encabezar una red de alcaldes y funcionarios que traficaba fallos contra dinero, puestos, contratos y bienes muebles e inmuebles. Su riqueza alcanzó $13.000 millones en un suspiro. Botón de muestra que confirma la regla: el mandatario elegido paga sus votos con puestos y contratos; concejales o diputados nombran a sus respectivos contralores, que reciben canonjías por engavetar hallazgos fiscales en la contratación. Las contralorías son instrumento privilegiado de la repartija entre partidos: es el modelo político.

Si la ley no modula la reforma en ciernes, si no elimina las contralorías regionales, Córdoba verá impotente el efecto contrario al que dice buscar: su reforma agudizará la politización de la entidad y la recuperación de las billonadas perdidas será un sueño. Ojalá el control de advertencia no derive en coadministración, en cuya virtud podrían los funcionarios de la contraloría (y los políticos que los avalan) usar su poder de veto para negociar coimas  con los contratistas del Estado, so pena de paralizar proyectos.

Siempre uñón, impúdico, se apresura el Consejo Gremial a proponer la creación de un consejo asesor público-privado, dizque para acompañar a la Contraloría en estos menesteres. No creo que el contralor general deba tener una junta directiva para ejercer el cargo que la Constitución y la Ley le confían, replicó al punto Felipe Córdoba. Esa no es función de los gremios que, además, “son sujeto de control porque algunos de ellos administran recursos públicos. La Contraloría es un órgano autónomo […] los gremios existen para defender intereses privados; la Contraloría, para velar por el interés público”.

En la trágica disyuntiva de escoger entre dos males (la clase política y el gran empresariado), se inclinó el contralor por la primera. Mas no todo se ha perdido: si no fuera dable suprimir las contralorías regionales, que se escojan los contralores por concurso de méritos, público, monitoreado por académicos de las más altas calificaciones éticas y profesionales. No más empujar la roca cuesta arriba, condenados, como Sísifo, a verla rodar de nuevo para reemprender eternamente la faena.

 

 

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