Anacrónico, rudimentario propagandista del neoliberalismo, sostiene Andrés Oppenheimer en Portafolio que la mano peluda de Odebrecht no podía surgir sino en un gobierno como el de Lula en Brasil y alargarse hacia todos los que en la región replicaban ese modelo de “populismo autoritario”. Que, por contraste, aquella apenas si tocó a México y Colombia, dizque por ser estos regímenes de libre mercado. De donde se infiere que la corrupción pega naturalmente en regímenes de centro-izquierda, y menos en los de derecha que, al parecer, preservan heroicamente su virginidad. Se equivoca. Aunque corrupción hubo siempre, con el desmantelamiento del Estado, la privatización de sus funciones y la supresión de instrumentos regulatorios de la economía que el Consenso de Washington introdujo, aquella invadió como mar embravecida el poder público y la sociedad. El amancebamiento de negocio privado y función pública –distinto de la sana asociación público-privada– disparó la corrupción en proporciones bíblicas.
A Odebrecht, por mencionar el desafuero más reciente, le antecedió la crisis financiera de 2008, segunda en tamaño y capacidad de daño después del crack de 1929. La última pauperizó a millones de familias en Estados Unidos y multiplicó hasta la obscenidad las ganancias de un puñado de banqueros que hicieron (y hacen) su agosto protegidos por la inacción del Estado. Por su parte, si corrupción medró en los gobiernos reformistas de América Latina, no fue precisamente porque estos redimieran de la pobreza a porciones sustantivas de la población. Fue porque no desmontaron cabalmente el modelo privatizador que Pinochet había entronizado y los Chicago-boys convertido en dogma de fe. No se diga, entonces, que la corrupción tiene color político, pues Putin y Trump se disputan esa presea.
Por lo que a Colombia toca, no será nuestro país la casta Lucrecia que Oppenheimer quisiera. Aquí las coimas de Odebrecht no sumaron los $11 millones de dólares que él reporta, sino 50. Y si mucho ha demorado la investigación es porque el mismísimo Fiscal General resultó comprometido en ella. Lo mismo que excandidatos presidenciales, viceministros, senadores, altos heliotropos de las burocracias pública y privada, el hombre más rico del país y hubo dos envenenados con cianuro.
Informa Transparencia por Colombia que el punto álgido de la corrupción es la contratación pública. Más de la mitad de gobernadores, alcaldes y concejales están involucrados en ella, por montos que suman $18 billones en dos años. El Contralor Carlos Felipe Córdoba recuerda que en Reficar hubo sobrecostos por $17 billones y, en Saludcoop, hallazgos penales por $1,4 billones. Habla de mallas complejas de contratistas que acaparan casi toda la contratación pública, como que una sola de ellas concentra adjudicaciones por $60 billones. Todo, producto de la privatización de la función pública y de la precaria vigilancia y control del Estado.
Caso dramático, el de la salud, convertida en negocio de intermediarios financieros. Claman al cielo imágenes recientes de hacinamiento de 350% de pacientes en hospitales públicos, mientras las EPS les adeudan $10 billones, que no pagan. Y hay también otras fuentes de exacción: como los carteles de hemofilia y enfermos mentales inexistentes, negocio de exgobernador que sigue presidiendo algún notablato regional. Y de la mano vino la privatización de la política, mediada por la corrupción: la alianza entre financiador de campaña, elegido y contratista, que puso en jaque el sistema mismo de la democracia.
Por qué no cambiar el modelo privatizador, o moderarlo, rescatando los proyectos anticorrupción que este Gobierno echó a perder. Por qué no insistir en la lista cerrada de la reforma política. Por qué no generalizar la veeduría ciudadana. Nunca es tarde y hay con quién.