En tres años se situó la JEP a la cabeza del aparato judicial que enfrenta graves crímenes contra los Derechos Humanos, en un país donde el recurso al horror desafía la imaginación de las más sanguinarias dictaduras. Y pese al ataque inclemente de este Gobierno y de su partido contra el tribunal de justicia transicional que es eje del Acuerdo de Paz. Tal la trascendencia del trabajo de la JEP y su prestigio en el mundo, que la Corte Penal Internacional (CPI) permuta una investigación previa de 17 años al país por el compromiso del Gobierno de respetar, fortalecer y proveer al órgano de justicia transicional y desarrollar en toda su dimensión y potencialidad el acuerdo de La Habana. Es, a un tiempo, reconocimiento de la legitimidad constitucional y legal de la JEP, de los derechos de nueve millones de víctimas, y tenaza a las veleidades de la derecha contra el modelo de verdad, justicia y reparación: se obliga el Gobierno a rendir cuentas regularmente al supremo tribunal mundial de su quehacer contra la impunidad y sus avances en implementación de la paz. De no hacerlo, volverá la CPI a intervenir.

Vigoroso el soporte que termina por blindar a la JEP: en casos emblemáticos de crímenes de guerra que comprometen a cúpulas por emisión de órdenes o por cadena de mando, imputa cargos a uniformados de alto rango en el Ejército –generales comprendidos– por 6.402 falsos positivos; y al Secretariado de las extintas Farc, por la comisión de 21.000 secuestros y 18.000 casos de reclutamiento de menores. Nunca antes había llegado tan lejos la justicia, ni se viera sometida por ello al bombardeo de un expresidente que, por salvar el pellejo propio y el del turbio círculo que lo rodea, así feria hasta el honor.

En su conocida rapidez para atrapar cada oportunidad de autobombo, califica Duque la pausa de la CPI como prenda de confianza en su Gobierno: se apropia méritos ajenos, precisamente los de la JEP y La Corte Suprema, blanco consuetudinario del fuego uribista y del suyo. Ha buscado hacer trizas la paz, y contra la JEP malgastó un año de debate en el Congreso por seis objeciones que interpuso enderezadas a disolverla. Y calla cuando la Fiscalía de su amigo invita sin razón a precluir investigación contra Uribe por manipulación de testigos con motivo de presunta participación suya en la creación de grupos paramilitares.

El solo seguimiento de masacres, secuestros, desapariciones, desplazamiento forzado, falsos positivos y promoción del paramilitarismo abre un abanico abrumador en esta Colombia que funge como la democracia más antigua y estable de la región, libre de dictaduras (salvo la civil de Ospina-Laureano y la militar de Rojas entre 1949 y 1957). Acaso resulte inferior en crueldades la dictadura declarada de Venezuela, paso siguiente de la CPI. País hermano gobernado casi de largo durante un siglo por autócratas de charreteras aupados por la doctrina del “gendarme necesario” de Vallenilla Lanz, cuya capital se tuvo por “el cuartel” de la Gran Colombia mientras a Bogotá se le ungió con la cursilería de “Atenas suramericana”. Tal vez ni Gómez ni Pérez Jiménez ni Chávez ni Maduro igualen en carnicería a ciertos gobiernos nuestros –de la Violencia a la Seguridad Democrática– presididos por eminencias civiles que desde una democracia precaria emulan a los dictadores.

Ahora el Gobierno tendrá que garantizar los derechos de las víctimas y no podrá obstaculizar el ejercicio de la justicia transicional. El movimiento Defendamos la Paz le exige al presidente Duque honrar la palabra empeñada a la CPI y pedirle a su partido retirar los tres proyectos de ley contra la JEP que cursan en el Congreso: dos para modificarla y uno para disolverla. Será una prueba ácida, entre otras previsibles, para seguir o no en pausa condicionada.

Comparte esta información:
Share
Share