Andan todos, a cuál más recursivo, sacándole el jugo a su Estadito de opinión. Césares del trópico, Chávez, Uribe y Correa lo exprimen desde todos los flancos, con ayuda de las encuestas, de los medios y del tesoro público que ellos administran como cosa personal. Ya movilizan al pueblo para montar constituciones que los amarran al poder. Ya amordazan a quienes se extravían del camino que conduce, inexorable, a la aclamación del caudillo. En todo caso, acaban ellos por usar en su favor la esperanza siempre embolatada de las gentes. Y a esto le llaman Estado de opinión. Señuelo de demagogos que deriva en monopolio indefinido del poder.

Uribe anticipa veto a la decisión de un Congreso que negaría su re-reelección e invoca, en su defecto, la voluntad popular. También hace tres años se hizo reelegir abusando del poder, gracias al delito de cohecho y al voto de parlamentarios que quisieron refundar la patria en asocio del paramilitarismo. Hoy chantajea a los amigos que le guardaron fidelidad mientras hubo notarías y embajadas y puestos y contratos. Dizque espera que “las piruetas politiqueras (no) afecten la voluntad popular”. Velada notificación de que hará prevalecer su Estado de opinión sobre el Estado de derecho que consagraba el imperio de la ley –cuya fuente es el Congreso- y la independencia de poderes. As bajo la manga que Uribe lanzó como teoría en su campaña de 2002 y refinó como práctica a lo largo de 7 años. Hoy le sirve para desembozar la disyuntiva suprema de todos los que se atornillaron en el mando azotando las miserias de la “partidocracia”: o Congreso corrompido (¿por quién?), o “voluntad popular”.

También Correa volvió fetiche al pueblo ecuatoriano cuando lo invitó a respaldar una constitución que le daría al Presidente todo el poder, una y otra vez. “¿Se puede esperar algo más democrático?”, inquiría su gobierno; y remataba: “no se trata de disolver ni de pedirle permiso al Congreso sino de acatar la voluntad del pueblo”. A poco, para asegurar mayorías, canceló la licencia a los principales medios de información y anunció la aplicación de esta medida a 229 emisoras de radio y TV. Correa ganó la consulta. La nueva Carta introdujo reformas económicas no más audaces que las de un Carlos Lleras, pero a años luz del conservadurismo económico de Uribe. Y al artífice de esta Carta le entregó un arsenal de poderes comparable al de Hugo Chávez.

De sobra se conocen el rosario de atropellos y el despliegue de exhibicionismo con los que el venezolano se ha afirmado en el puesto. Constitución y Asamblea de bolsillo parecen asegurarle gloria eterna. Así como Correa, Chávez asfixia a la prensa independiente. Se propone encarcelar hasta por cuatro años a quienes divulguen información que pueda atentar contra la estabilidad política y la salud mental o moral pública; y a quienes creen “una matriz de opinión en la sociedad” (¡). Hace un mes amenazó con cerrar 285 emisoras de radio y TV. El 31 de julio clausuró las primeras 34. La SIP habló de “golpe devastador contra lo que queda de democracia en Venezuela”. Uribe se ahorra estas flagrancias, pero  ha acusado a periodistas de cohonestar el terrorismo, acaso sin reparar en que donde él pone la injuria otro puede poner la bala.

Así medran estos autócratas en ciernes con delirio de grandeza. Elevan los dolores de sus años mozos a política de Estado  y juegan a la guerra, magnificando diferencias de talante. Pero son cuñas del mismo palo que anuncia el regreso al golpismo latinoamericano. No ya militar, sino civil.

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