Visionaria, Débora Arango pintó hace 70 años como batracios a las élites retardatarias de la política. A jerarcas de la Iglesia que, eternos en su  misoginia, se unieron a la encerrona contra esta pionera del arte moderno en Colombia, por ser ella contestataria y mujer. Acaso vislumbró la artista el renacer de la cruzada, hoy contra la “ideología de género” (eufemismo del odio milenario a la mujer) trocado en arma de guerra. A la campaña se sumó el cardenal Rubén Salazar, tan activo en exhibirse ahora al lado del papa Francisco que sacudió al país con su prédica de paz. Débora Arango forma parte de la reveladora obra Rebeldes, de Myriam Bautista. Reúne la escritora en ella perfiles de seis colombianas del siglo pasado, dechado de las virtudes negadas a las mujeres de su tiempo: talento, carácter y valentía para ocupar el podio de las iconoclastas. Glosamos aquí apartes del capítulo sobre la pintora antioqueña.

A Débora Arango la persiguieron, la ocultaron por humanizar a la mujer en sus desnudos; por demoler la estética del eterno femenino, tan conveniente a la supremacía del varón. Por pintar las fealdades de un país que navegaba en sangre y miseria hacia la esquiva modernidad. Por destapar en sus lienzos  el grotesco que reverberaba en el oscurantismo, en la hipocresía y el poder intimidatorio de las fuerzas más retrógradas. Hoy convergen éstas de nuevo para disputarse el poder en 2018 y reavivar el espíritu fascista que acosó a la pintora; retroceso que iniciaba ya el gobierno de Seguridad Democrática.

Discípula de Pedro Nel Gómez, incursionó Débora Arango en el expresionismo con sus desnudos, sus óleos y acuarelas de sátira política y de denuncia social. En 1939 debutó con una exposición que el diario conservador La Defensa consideró “obra impúdica que ni siquiera un hombre debiera exhibir”. El obispo de Medellín, García Benítez, la reconvino por mostrar obra indigna de una mujer (no de un hombre). Pero ella siguió pintando desnudos sabiendo  que un cuerpo puede no ser bello, pero es humano, natural. El arte, dijo, no tiene que ver con la moral: un desnudo el sólo naturaleza sin disfraz, paisaje en carne humana. Como la vida no puede apreciarse desde la hipocresía y el ocultamiento, mis temas son duros, acres, casi bárbaros y desconciertan a quienes quieren hacer de la naturaleza lo que no es.

En animales representó a los protagonistas de la política y de la Violencia. Primera en cuestionar el poder desde la pintura, revolucionaria no de palabra sino de obra, se paseó por el 9 de abril, la dictadura de Rojas y el Frente Nacional. Escribe Santiago Londoño que a la idealización de la antioqueñidad opuso Arango la realidad de los marginales. Y la de la política: “batracios, reptiles, aves de rapiña, sapos, lobos sustituyen a los políticos y a sus aduladores. (Hay también) ratas que arañan el erario, sapos entorchados que se regocijan en su banquete”. Obispos, calaveras y serpientes refrendan el esperpéntico saqueo. Catilinarias le dedicó Laureano Gómez desde el Capitolio. Y Francisco Franco mandó descolgar sus cuadros el día mismo en que se iniciaba una exposición de Arango en Madrid.

Mas ella pintó lo que quiso, contra su tiempo y su medio. Contra las fuerzas de una sociedad paralizada en las tinieblas y en la arbitrariedad. En medio de políticos afectos a la Falange española; de damas de insospechable ferocidad organizadas en ligas de la decencia; de purpurados que reinaban sobre las almas, la escuela y las instituciones públicas. Como a tantas rebeldes, a Débora Arango la aislaron, la abrumaron de consejas y la señalaron todos los dedos de la inquisición. Sólo a los 70 años le llegó la consagración, llevada por mujeres al trono dorado de los blasfemos.

 

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