Prevaleciendo sobre los partidos, las masas se toman las calles; unas en defensa de las reformas, otras en contra. En legítimo derecho de expresión colectiva, evocan ellas no obstante una deriva inesperada de 1991: la democracia refrendaria –vecina de la autocracia– que Uribe llevó a su apogeo y que parece tentar a Petro. El presidente busca avivar la iniciativa del Gobierno y dibujar mejor la personalidad de su Colombia Humana, en sintonía con la explosión social que desnudó desigualdades inauditas nunca resueltas. Esta le dio a la polarización política categoría de polarización social, y no faltó en la derecha quien denunciara consternado “el nacimiento de la lucha de clases”. Mientras propone Petro “reforma laboral para más estabilidad en el trabajo, pensional para que ningún viejo muera en la calle, de salud para volverla derecho real”, se estampa la oposición en la frente el inri de enemiga del cambio que el pueblo pide.
Pero advierte el editorialista de El Espectador contra la peligrosa tesis de que el triunfo de Petro en las urnas significa la refrendación de sus reformas. No. La democracia, dice, no es una carta blanca. El Gobierno cumple con presentar las reformas prometidas y el Congreso las aprueba, o no. Petro es presidente de todos los colombianos, no sólo de los que votaron por él. Y así ha procedido hasta ahora: formó Gobierno de coalición y empezó a negociar con las EPS la reforma a la salud, como negoció la tributaria.
Cruda paradoja arroja la Carta del 91, pues a veces provoca efectos contrarios a su prospecto original. Quiso la democracia directa y ésta se deformó en el ardid del Estado de opinión; en democracia plebiscitaria afincada en un caudillo, azarosa receta que en más de un país dio lugar a la dictadura. Quiso abrir el compás a nuevas opciones políticas y logró la Onic; mas el efecto de bulto fue la atomización de los partidos en una riada de microempresas electorales construidas alrededor de figurines sin ideas. Hoy son federaciones de poderes locales sin cohesión programática, a menudo salpicados de corrupción. De los partidos como factor de cohesión en la sociedad colombiana casi nada queda. Y en ese vacío floreció el caudillismo.
Y, sin embargo, estos partidos y movimientos políticos encarnan la democracia representativa. Por remota que parezca la reforma política, su designación en las urnas los unge como representantes del pueblo en el Congreso, escenario por antonomasia de la deliberación política, la decisión legislativa y el control del gobernante. La movilización callejera complementa la acción parlamentaria, no la sustituye.
Aleccionadora la embestida caudillista que cada tanto muestra sus orejas. Álvaro Uribe se montó, como en su mejor potro, en ideólogos del 91 que denostaban cuanto dijera de organización en la sociedad. Mucho le sirvió aquella ofensiva contra el Estado, a fuer de lucha contra la politiquería; contra partidos, sindicatos y órganos de representación política, las instancias mediadoras del constitucionalismo liberal. Minimizado el Estado, desactivada la sociedad, brotaría el caudillo, mentor de la receta falaz: “necesitamos más Estado de opinión, dijo, en el cual la instancia judicial pueda ceder a la instancia de la gente”. (Del Escritorio de Uribe, Icla, 2002).
Quiera Petro empujar la reforma que devuelva su fuerza a los partidos, canales cimeros de expresión organizada de la ciudadanía. Y él mismo, en vez de caer en la tentación del caudillismo, aplicarse a la organización de sus huestes en partido. Sabrá, claro, que no basta con agitar reformas, que es preciso organizar a la gente en torno a ellas. Pasar de la revuelta social a un programa político sustantivo de cambio, como lo propone Daniel Pécaut. Saltar del caudillo al jefe de partido. Si no, la movilización popular será flor de un día.