No salió con nada. Se esperaba que su discurso en Chile replicara la envergadura del que pronunciara Kennedy en 1961 al lanzar   la Alianza para el Progreso, en perspectiva de cooperación igualitaria con América Latina. Obama se limitó a los cumplidos de rigor y a repetir que apoyaría el TLC con Colombia y Panamá. Precisamente la antípoda de la divisa socialdemocrática de aquella Alianza que propugnaba la industrialización del subcontinente y no la desindustrialización que el libre mercado entre dispares traería. Daño que los tratados “igualitarios” de comercio entre sardinas y tiburones  consumarán. Lejos de consagrar  el libre mercado, estos tratados legitiman sus defectos; desnaturalizan el modelo ideal de libre cambio, pues en su tremenda asimetría sólo favorecen al más fuerte. Otra cosa había planteado Kennedy: que el comercio internacional dejara de ser un medio para avasallar el desarrollo del aliado y, en cambio, lo impulsara.

Si Obama peca por omisión, Luis Alberto Moreno, presidente del BID,  interpreta a su acomodo la propuesta de Kennedy: insinúa que la economía de mercado –tal como se impuso aquí- es  fruto y trofeo de la Alianza para el Progreso. (El Espectador, 20-3) No. Sabe él, y todos saben, que  aquel mandatario empeñó buena parte de su prestigio en el propósito de rescatar a las mayorías sojuzgadas de América Latina. Preocupación por completo ajena a los promotores de la economía de mercado en la región. En los últimos 20 años, este modelo se orientó a encubrir la desigualdad creciente con asistencialismo. El crecimiento económico sería banquete exclusivo de los ricos. De importadores y banqueros y especuladores, pues la economía productiva languideció. No hay, pues, solución de continuidad entre la Alianza para el Progreso y la economía de mercado que vemos hoy, como Moreno lo quisiera. Antes bien, la ruptura fue radical.

 En tiempos de Kennedy -como ahora- la disyuntiva en América Latina se formulaba entre desarrollo y subdesarrollo, entre países ricos y pobres, entre economías tecnificadas y atrasadas. La clave era la industrialización. El recién elegido presidente de los Estados Unidos pensaba que el desarrollo era problema internacional y deber moral de los países avanzados. Pero exigía también cambios en la estructura de la sociedad y de la economía regional. Transformaciones que sólo serían dables con reformas agraria y tributaria llamadas a redistribuir la tierra y el ingreso; con planificación y con un enérgico protagonismo del Estado. Su pareja natural sería una mejoría sustancial en vivienda, educación y salud para toda la población.

 Verdad es que entonces la revolución cubana amenazaba extenderse hacia el continente entero. En la iniciativa de Kennedy pesó también la urgencia de salvar el capitalismo, democratizándolo: “si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres –dijo-, tampoco podrá salvar a los ricos que son pocos (…) Los que hagan imposible la revolución pacífica harán inevitable la revolución violenta”. Sean cuales fueren sus motivos, la reacción de las oligarquías petrificadas en sus privilegios desde la Colonia daría la medida de aquella revolución pacífica. En Colombia, por ejemplo, jamás prosperó la reforma agraria que se ensayaba por doquier.

 Las cosas han cambiado, claro. Pero el desafío sigue siendo la industrialización. Y ésta tendrá que recomenzar venciendo la desindustrialización operada al amparo del modelo de apertura, tan caro al presidente del BID. Brasil es buena muestra de un país que supo armonizar su estrategia industrializadora –que nunca desmontó- con las nuevas dinámicas del comercio internacional: resolvió la globalización a su favor. Dura lucha le espera a Obama contra la derecha de su país, para poder emular a Kennedy. La misma que enfrenta todavía al capitalismo democrático con el neoliberalismo vergonzante.

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