Pocos escenarios tan reacios a conceder a las mujeres el sacerdocio, la prefectura y posiciones de alto poder en el Vaticano, como el sínodo de obispos que sesiona en Roma. Acaso porque 54 mujeres participen en él con voz y voto por primera vez, para escándalo del oscurantismo purpurado que se hace cruces ante la dosificada rebelión del género al que la Biblia llamó víbora. Y, peor aún, concurren ellas a instancias de Francisco, que va en pos del nuevo aliento -ya naufragado, ya rescatado- de Juan XXIII. La reforma sofocada muestra de nuevo sus orejas. No todos le reconocen la razón filosófica, pero sí la razón práctica: se hunde la Iglesia entre los muros de una monarquía atemporal que revienta en crisis de vocaciones sacerdotales y amenaza diáspora en el rebaño. A falta de curas que oficien misa y hagan apostolado, por encima del fierro de la norma canónica, 200 mujeres se han consagrado ya sacerdotes y ejercen en el respeto de su feligresía.

Hijas de las sediciosas que dieron nuevo lustre al siglo de oro español, de Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz, entre otras que desafiaron al Santo Oficio con el delito-pecado mayor en una mujer: escribir. De Teresa se ha dicho que, de no haber sido mujer, hubiera ocupado el sitial de Cervantes. Pero la Inquisición encontró su obra “más cerca del demonio que de Dios”. La persiguió, la acorraló, mutiló sus textos o los escondió y la puso a las puertas del presidio. Las de hoy son también hijas de la Madre Laura de Jericó, que enfrentó de pensamiento, de palabra y obra y bella prosa al azote ensotanado de la comarca: monseñor Builes. La hostilizó el prelado por haber ella migrado a cuidar indios y negros en las selvas de Urabá; por evangelizarlos con respeto de sus culturas; pero sobre todo por desobedecer, díscola arrogante, a la varonil autoridad que le obligaba. En 2013 la elevó Francisco a los altares.

Salvo chispazos como los señalados, apunta la teóloga Isabel Corpas de Posada, la teología fue siempre patrimonio de los hombres; sólo desde el Vaticano II incursiona la mujer en esos dominios. Invisibilizada, silenciada, dice, descubre no obstante su mirada propia. Y si llega a protagonizar la controversia en el sínodo de hoy, será también porque la consulta sinodal de 2017 escuchó la voz de 23.000 personas que clamaban por reformar los ministerios de la Iglesia, en reconocimiento de las responsabilidades que de hecho asumían las mujeres. Señala el papa Francisco que ellas han ejercido un ministerio de facto, sin el encargo formal reservado a los hombres por la ordenación y les abre espacios de poder en la Curia Romana. Resalta en María Magdalena el título de apóstola con el que Jesús la distinguió. Pero no les concede a las mujeres el sacerdocio. 

Se hace eco de Pablo VI -y del misógino San Pablo- para quienes el sacerdocio femenino no figura en los planes de Dios. El código canónico y la liturgia como ritual exclusivo de hombres, señala nuestra teóloga, simboliza la radical exclusión de la mujer por una iglesia edificada sobre el patriarcalismo. La invisibilidad de las mujeres representa aquí su marginalidad en la organización de la Iglesia. Si defienden ellos con tanto ardor aquella discriminación, es porque en el fondo se juega el poder.

En una comuna popular de la ultraconservadora Medellín oficia como sacerdote Olga Lucía Álvarez, considerada primera presbítera de América Latina. Sostiene ella que al primer intento de reconvención de obispo le cerrará la boca recordándole el pesado fardo de la pedofilia tolerada por la jerarquía en nombre de la patriarcal unidad de la Iglesia. Y la rodearán sus feligreses.

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