Ni Macondo es fantasía pura, ni ha muerto la maldición del paraíso al género femenino. Contra eruditos que ven mujer fuerte en la obra de García Márquez, estiman otros que madre, virgen, rebelde, santa o libertina, las mujeres en aquel entorno encarnan una femineidad moldeada a rajatabla por la necesidad de dominio del varón. Que en la obra prevalece un pasado  apelmazado en discriminación y violencia sobre la mujer. Como prevalece en casi toda pareja, rica o pobre, de este Macondo extendido que es Colombia, donde no falta quien contemple el feminicidio como cosa natural. Secuela de una cultura acuñada en el relato más oscuro de la Escritura, que curas y pastores propalan, y descarga sobre la hembra  –ser ponzoñoso– las culpas todas de la humanidad.

Mercedes Ortega y Nadia Celis estudian a la mujer en la obra del Nobel, como personificación de los imaginarios culturales que nutren la pluma del escritor. Exploran la relación entre el mundo de la ficción y la cultura regional en torno a la mujer, su cuerpo y su sexualidad, en personajes femeninos de  creación literaria como representaciones del medio que la rodeó.

Según ellas, en Cien años de soledad es mito el poder de la madre y el de la fémina que libera su deseo, pues una y otra definen su sexualidad en función exclusiva de las expectativas del hombre. Como la define también la mujer virgen, candidata a la dignidad de esposa y madre. Pero la de la madre es una sexualidad asexuada, meramente reproductiva, sujeta al fin de preservar el linaje, domesticada para la respetabilidad del espacio doméstico. Hasta Pilar Ternera y Petra Cotes, “hembras libres”, subordinan su sexualidad al dominio masculino. En términos de prestigio y de estatus, muy costoso les resulta el margen de libertad que se conceden. Aquellos parecen reservados sólo a la esposa, jamás a la libertina. Macondo invisibiliza a la mujer inconforme, dueña de su libertad, a la iconoclasta que desafía el ideal patriarcal. La violenta. O la desaparece, como a Remedios la Bella, greñuda enfundada en un camisón, antítesis del “eterno femenino”.

Mas esta desapacible condición de mujer entraña una antiquísima violencia moral de las iglesias contra ella, antesala del ataque físico y hasta del homicidio que la ley le permitía al marido, si obraba “en estado de ira e intenso dolor”. Y se extiende a la patria entera del Sagrado Corazón. Apunta la investigadora Ana Catalina Reyes que la Iglesia fundamentó “un arquetipo de mujer sometida al hombre pero dignificada en su papel de madre e imitadora de la Virgen María. Esta ‘angelización’ le permitía ocupar el trono del hogar a cambio de practicar las virtudes de castidad, abnegación, sumisión, negación de sus deseos y, aun, de su propio cuerpo”. Pero ninguna en el entorno exterior de la modernidad que despuntaba en la Medellín de 1920. Reina del hogar, bajo la égida del marido. También Úrsula Iguarán. Y todavía hoy. En tal desdén por la figura femenina, menudeaba el padre Ulpiano Ramírez advertencias a la esposa de obedecer al marido porque “él es superior”. Palabras de hace un siglo que monseñor Alejandro Ordóñez acotaría hoy con el versículo del Génesis: “Tu deseo será para tu marido, y él te dominará”. Y lo recitaría en estado de ira e intenso dolor.

Literatura y religión: dos flancos que dicen casi todo de la cultura que humilla a la mujer en Colombia hasta provocar 34 mil investigaciones por feminicidio en la última década. Pero una luz inesperada brilla en el horizonte: el movimiento de Nuevas Masculinidades. Hombres en rebeldía contra el patriarcalismo que los convierte en cómplices de la violencia de género, contra el estereotipo de machos sin derecho a rasgo alguno de humanidad.

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