Usufructuario estelar de la democracia directa que la Constitución del 91 introdujo, Álvaro Uribe resolvió esta forma de participación en populismo de derecha. Ahora Gustavo Petro parece reivindicar el que algunos consideran sentido genuinamente participativo de la Carta Política. Protagonizaría un salto cualitativo del consejo comunal del ex presidente al cabildo abierto. Las asambleas de Uribe, integradas por delegados escogidos en Palacio de antemano con el fin repartir chequecitos acá y allá, catapultaron el proyecto de reelección para prolongar a doce años aquel gobierno arbitrario y corrupto. Petro, en cambio, corregiría los defectos del experimento dándoles a los concurrentes capacidad decisoria, previas campañas de información y discusión pública: prepara cabildos abiertos donde la gente se informa, delibera, define montos del presupuesto de Bogotá y decide las asignaciones levantando la mano. Apoteosis de democracia ateniense en sociedad de montoneras. “Se van a tomar decisiones vinculantes (y) la Alcaldía firmará compromisos públicos que serán llevados al Concejo”, anuncia Antonio Navarro. Serán cuatro billones cada año. ¡Cuatro billones! Tránsito notable del control personalista de los recursos públicos hacia la determinación popular de su inversión. Concedida la buena fe que anima esta iniciativa, ¿no entraña ella el peligro de diluir los dineros de la ciudad y tornar al populismo?

Inquieta la perspectiva de atomizar el presupuesto en mil proyectos de barrio para satisfacer la turbamulta de necesidades sentidas que, aún sumadas, desdeñan la jerarquía de necesidades que comprometen el bien común en una metrópoli de ocho millones de habitantes. Necesidades cuya solución reposa ahora en los expertos, en instituciones de envergadura y organización compleja, como complejos son los problemas grandes de la ciudad. Algo va de montar otra panadería en la esquina, o cincuenta más, a un programa de desarrollo industrial para crear empleo. Lo que no excusa, claro, el deber de consultar urgencias puntuales de cada localidad que emanen de los cabildos abiertos, las JAL sistematicen como proyectos y el gobierno central del distrito ejecute con una porción discreta del presupuesto distrital. Lo inexcusable será desinstitucionalizar en aras de consultas al pueblo, fuente de gobernabilidad y de votos, que derivan casi siempre en democracia plebiscitaria. Como la de Uribe.

Por otra parte, si, honrando la inquina de los constituyentes del 91 hacia los partidos, la convocatoria a cabildos se dirige en su lugar a asociaciones sociales, discutible resultará la representatividad de quienes voten en ellos  plan de desarrollo y presupuesto de la capital. Es que 95% de los bogotanos declaran no pertenecer a ninguna organización social. Quienes levanten la mano, ¿serán, acaso, los activistas y los interesados de siempre que se autoproclaman “la sociedad civil”? ¿Podrán ellos encarnar el “gran salto en participación ciudadana”, el “Estado progresista que se pliega a la población misma”, en palabras del propio Petro?

El viraje hacia cabildos abiertos así concebidos persigue, sin duda, una democracia menos imperfecta. Pero despierta dudas sobre su conveniencia para acometer planes y presupuestos. Y evoca problemas de participación y representación política. Sin invocar la falsa disyuntiva entre democracia directa y democracia representativa, y en vista del efecto deplorable que la primera arrojó con Uribe, más se haría por una participación calificada depurando los partidos y revitalizándolos. Si ya Uribe era anacrónico por involucionar a tiempos idos del populismo, anacrónico resulta también negarles a los partidos su papel en la forma indirecta de participación política que hoy recupera su vigor en el mundo entero.

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