Si en Brasil el bienestar alcanzado mueve a pedir más, en Colombia la posibilidad de paz parece precipitar acontecimientos que desde distintos flancos apuntan a una reforma agraria. Solución inescapable a un conflicto centenario por la tierra, hoy convertido en tragedia por la monstruosidad de la violencia que acompaña a la economía de la droga. Se movilizan los pobladores del Catatumbo para que el Gobierno honre su compromiso expreso de declarar la zona como reserva campesina; de ejecutar allí el plan de desarrollo rural que los redima de la miseria y ofrezca alternativas económicas a los cultivos de coca, su fuente de sustento desde hace treinta años. Se moviliza el Gobierno, a su vez, no ya apenas con la restitución de tierras en marcha, sino con la expedición de un decreto que habilita al Incoder para comprar y expropiar tierras con destino al campesinado. La trascendencia de esta medida se infiere de la alarma que tal “ánimo expropiatorio” suscita en José Félix Lafaurie, precandidato del uribismo, siempre en pie de guerra contra toda iniciativa de equidad. Por décadas han vivido estas gentes atrapadas entre el fuego cruzado de guerrillas y paramilitares que se disputan el control del territorio, de los sembradíos de coca, de sus cultivadores, de los corredores por donde se saca la droga hacia la Costa y Venezuela, con destino al primer mundo. 14.000 labriegos de la zona completan hoy 23 días de protesta y 4 muertos, gritando el abandono y la pobreza que hermanan a su región con el Chocó.

  Fue El Dorado de la hoja el que movilizó a las AUC hacia la zona en 1999, después que las Farc entronizaran su cultivo en 1981. Revela el investigador Álvaro Villarraga que Carlos Castaño se propuso trazarle al negocio un corredor entre Urabá, en la frontera con Panamá, y el Catatumbo, en la frontera con Venezuela. Dejando a su paso una estela de muertos y en disputa sangrienta con las guerrillas, consiguieron los paras controlar el cultivo, la producción, la exportación y las rutas de comercialización de la droga. Hasta 2004, cuando se desmovilizaron y sus reductos se reorganizaron en Bacrim, que ahora manejan el negocio con las Farc. Masacres como la de Gabarra fueron 31, sólo en aquel primer año fatídico. Con 11.200 asesinatos a cuestas en la región y sus campos sembrados de minas por las Farc, hoy los campesinos piden “un pedazo de tierra donde se nos permita vivir en paz”.

 Acaso responda a este clamor el decreto mencionado, y no sea otra promesa vacía. De aplicarse a derechas y sin vacilaciones, podría ejecutarse una verdadera redistribución de la propiedad agraria: con predios incautados al narcotráfico, adquiridos por extinción de dominio o expropiados con indemnización por razones de interés social o utilidad pública. Como lo prescribe la ley. Mas no se trata sólo de entregar tierra al campesino. Según Ana María Ibáñez, es preciso garantizarle el derecho de propiedad. Y lanzar una estrategia de desarrollo rural capaz de elevar la productividad del pequeño productor y reducir la pobreza en el campo: con vivienda, educación, asistencia técnica, adecuación de tierras, infraestructura, comercialización e inversión en bienes públicos. Diríase también que las ZRC deberán tener perfil empresarial y perspectiva de asociación con grandes productores.

 Pobladores y Gobierno apuntan al mismo blanco: al desarrollo rural, para conjurar la violencia. De Santos depende emprenderlo ya, sin dilación; y sin disparar contra los campesinos. De éstos depende no dejarse infiltrar por las Farc; ni resignarse a ser carne de cañón de una guerrilla que no se sabe si defiende los cocales por ser fuente de sustento campesino o por salvar su negocio.

Comparte esta información:
Share
Share