Para felicidad de millones y millones de colombianos, se selló ayer en Cartagena el fin de la guerra con la insurgencia más feroz y longeva del continente; el cierre de un conflicto degradado en crueldades que desafían la imaginación y arrojó 300.000 muertos. La trascendencia histórica del acontecimiento responde al sufrimiento causado. Cumplido el sueño, nuevas oleadas de colombianos se suman con el paso de las horas a una convicción venturosa: a partir del 3 de octubre podrá el país comprobar la desaparición de las Farc como guerrilla; y disponer de un derrotero de cambio capaz de remontar el atraso y la desigualdad que lo sembraron en un pasado sin esperanza. Le bastaría para ello con ejecutar el ambicioso Acuerdo de La Habana, de casta liberal, no comunista. Entonces será el tránsito hacia la paz.
Pero esta no podrá allegarse por mandato voluntarioso de nadie: será fruto del empeño colectivo en construir un país para todos, o no será. Eso sí, desde el más amplio abanico de banderías, con garantías plenas e iguales para todas, y mientras no vuelvan ellas a medrar en política disparando. No se trata de eliminar el conflicto, ni siquiera entre fuerzas antagónicas, sino de tramitarlo civilizadamente. Regla de oro en democracia, esta podrá refinarse aún más en el imperativo de labrar identidades políticas, o de reinventarlas, suscribiendo o negando las reformas pactadas en La Habana. De acometer con lealtad y madurez este experimento, bien podría llegarse a descontinuar la politiquería, el asalto a los recursos públicos y el crimen al servicio del poder. También a ventilar agendas de desarrollo y justicia social abandonadas en la trastienda de nuestra historia, o como fruto de nueva imaginación política.
Debe saber el uribismo que no corre riesgo la democracia porque florezcan en ella extremos de izquierda o de derecha. Lo mismo aspirarán al poder las Farc desde la legalidad agitando banderas rojas, que el uribismo agitando banderas negras de ingrata recordación en la Italia de entreguerras. Peligra, sí, la democracia, si queda todavía quien quiera embozalar a esos partidos. Si no adopta el país un estatuto de oposición que favorezca, para comenzar, al Centro Democrático, primer partido alternativo de poder. Y, claro, si porfía la derecha violenta en combinar acción legal con lucha armada. Probado está que esa táctica ha sido obstáculo formidable para sofocar nuestras fuentes consuetudinarias de violencia: la tradición de callar al contrincante a rugidos o a bala; la extrema concentración de la tierra, y el sentimiento religioso puesto al servicio de la política o de la guerra.
Mucho sugiere, empero, que el futuro premiará a una coalición de centro-izquierda que abra camino a cambios de fondo, graduales y democráticos. Capaz de rescatar a Colombia de su condición de anomalía histórica: un orangután con sacoleva, diría Francisco Gutiérrez, donde conviven democracia y violencia. Un país con separación de poderes, control constitucional y elecciones periódicas, pero que paralizó a la sociedad en un pasado oscuro y brutal. Con democracia (diríamos precaria) en el régimen político, mas no en el orden social y económico. Porque las élites privatizaron en Colombia la seguridad y la justicia para imponer a la brava sus derechos sobre la tierra. El uribismo es su encarnación de la hora, y su próxima batalla, el referendo.
Lo que se juega este domingo no es impunidad o castigo para las Farc. La disyuntiva real será si pueda el país avanzar hacia la paz y la modernidad, o siga anclado en el atraso y la violencia. Dilema de vida o muerte: si gana el No, vuelve la guerra; si gana el Sí, podremos entonar el responso feliz: descanse en paz la guerra.