Guerrilleros, académicos y pueblo raso interpretan tres memorias distintas de Camilo. El ELN lo convirtió en mártir de su causa revolucionaria, recurso del que echó mano fríamente tras la muerte del sacerdote en combate; muerte inducida por la cúpula de esa guerrilla, si damos crédito a testigos de excepción como Ovidio García. Pero intelectuales y dirigentes populares reivindican su largo recorrido como sociólogo y docente, frente al cual palidece su fugaz incursión en el monte. Másque un legado teórico, rehabilitan su innovación en método de ciencias sociales: la convivencia de conocimiento y comunión transformadora con la comunidad. Y deploran la desaparición del líder que, para amargura de las élites, llegó a movilizar multitudes bajo virtual enseña de la Teología de la Liberación. Por último, el odio de los colombianos hacia insurgentes sin discurso y sin reato para la crueldad se proyecta sobre la imagen de Camilo, del “cura-guerrillero”, que el ELN consiguió vender como símbolo de su guerra santa. Cuando una marcha quiso llegarse esta semana al Carmen de Chucurí para conmemorar el aniversario del sacrificado, los pobladores la atajaron, indignados ante aquel intento de “endiosar a un delincuente”.

Ovidio García, exguerrillero del ELN, se hallaba al lado del novato combatiente aquel 15 de febrero de 1966 y relató a Los Informantes los momentos finales de la tragedia. Mientras se planeaba la emboscada de Patio Cemento, prestaba guardia Camilo y seguía, subrepticiamente, la conversación entre jefes. A la propuesta de dejarlo en la guardia para no arriesgarlo, habría replicado Fabio Vásquez –jefe del grupo armado–: “A Camilo mandémoslo pa’allá (la emboscada); es que los hombres tienen que formarse es en el combate y tienen que pelear” (reproducido por El Espectador, 15,2,16). Por su parte, Jorge González, oficial retirado del Ejército que entonces participó en los hechos, le refirió a Plinio Apuleyo Mendoza que habiendo caído herido “vio a Camilo, pistola en mano, acercarse a él. Camilo le apuntó, pero al encontrarse con su lánguida mirada, no se atrevió a disparar. Los eternos segundos de aquella indecisión le costaron la vida…”.

A tono con el Concilio Vaticano II, en su apostolado rescató Camilo  la dimensión social del Evangelio: el sentido de solidaridad y amor eficaz al prójimo. En su Frente Unido emplazó a la burguesía, responsable de la injusticia que mantenía al pueblo detenido en el hambre y la ignorancia. Si la caridad no alcanza para dar de comer al hambriento, escribió al final, un recurso rápido se impone: la revolución. Y para darle sustento, invocó el postulado de Santo Tomás que justificaba la rebelión contra el tirano. Pero en el Eln la presencia de prelados inflamó el potencial místico de jóvenes que, negado el cambio por las buenas, se alzaron en armas. No sospecharon ellos que, a poco, el grupo armado derivaría en secta que trocó la revolución en religión y terminaría por desplegar todas las violencias de la guerra santa. Ejecución de sus mejores líderes comprendida, para eliminar toda amenaza al mando unipersonal y despótico del jefe, que es norma de fundamentalismos.

Al segundo día de su paro armado, el ELN había matado por la espalda a tres policías y dejado sin energía a cuatro municipios en el sur de Bolívar. Rudo mentís al hombre que, teniendo a tiro a un ser humano, fue incapaz de disparar. Camilo no es del ELN, escribió el columnista Álvaro Jiménez; “pero el secuestro de su ejemplo y memoria en la visión armada es la opción que ha quedado a algunos para justificar los balazos de hoy (…) Celebrar a Camilo y su ejemplo debe hacerse sin la sombra del fusil”.

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