En carta a El Espectador (9-09), don Alberto Ruiz discrepa de columna anterior de la suscrita que señala coincidencias entre los regímenes de Hitler y Älvaro Uribe. “Aunque los regímenes populistas suelen invocar al pueblo –dice- no creo que sea conveniente homogenizar las épocas y los países en función de estas características”. Razón poderosa que previene contra los abusos de la analogía pero que, a la luz del escrito de marras, entraña un malentendido. Precisamente se salvan allí proporciones y modos que impiden fundir a los dos personajes en uno: Hitler sería genio del mal mientras Uribe calificaría apenas como aprendiz de caudillo tropical. Pero ambos se desprenderían de un mismo orden de cosas, pues una matriz común hermana a autocracias que cobijan desde el totalitarismo hasta dictaduras de blanda máscara democrática. Y el núcleo de esta matriz es una paradoja: la soberanía popular –germen de la democracia-, lejos de encarnar la voluntad del pueblo, se trueca a veces en medio al servicio de un tirano.
El nazismo y su parentela explotaron a favor de la arbitrariedad la semilla totalitaria que la democracia incubaba en su seno, si bien las sociedades modernas habían ideado normas capaces de contrarrestar aquella tendencia disolvente. Hitler cooptó a Carl Schmitt, para quien la democracia sería compatible con la dictadura plebiscitaria, con el bolchevismo y el fascismo. Si la democracia era apenas un método para validar la voluntad general mediante la regla de la mayoría, terminaría por servir a cualquier amo: bien podría el mismo pueblo decidir por mayoría la supresión de la democracia. Añadió Schmitt que el pueblo es masa, que ésta sólo adquiere entidad política por adherencia a un líder y confrontación con el enemigo que éste le señale.
Hitler llevó esta teoría hasta sus últimas consecuencias. Transformó en demonio al adversario, y lo extirpó. Negó el pluralismo y la capacidad de la democracia para resolver los conflictos por el camino de las instituciones. Burló la ley y acompasó a las mayorías alrededor de su carisma. A base de violencia y propaganda se erigió en salvador de un pueblo homogenizado en el sentimiento de la derrota tras la Primera Guerra. Bloqueada su capacidad de reacción por el pánico a enemigos creados o magnificados – Los judíos, el liberalismo, el socialismo-, fascinada en la revancha que Hitler le ofrecía, la mayoría hincó la rodilla y no vio el humo de carne humana que expelían los hornos crematorios.
La democracia plebiscitaria ha vuelto, más potenciada ahora por los desarrollos de la radio y la televisión. Y, entre nosotros, también por la impotencia de una sociedad descoyuntada por la ética del sálvese quien pueda, con motosierra o sin ella, sin partidos capaces de emular la voracidad de un hombre y su “partido” que todo lo absorbe y lo domina. A grandes zancadas va desafiando los últimos baluartes de la democracia. La civilidad institucional involuciona aquí hacia la era de los caudillos militares que sólo saben de guerra. De guerra sucia.
El proyecto de raparle a la Corte Suprema la facultad de juzgar a los políticos amigos de los delincuentes que ayudaron a elegir y reelegir a Uribe sólo cabe como tropelía de quien manipula mayorías que ya no ven. No ven los miles de muertos que los aliados del uribato llevan a cuestas. Se quiere doblegar a la justicia y avanzar hacia la protección del crimen. Entre tanto, Uribe dizque señalará a los corruptos frente a las cámaras de TV, en espectáculo de democracia justiciera para deleite de las mayorías. Pero sin los amigos en el banquillo. Y sin jueces.