Ni guerra con Venezuela, ni desenlace de trágico destino. En el vértigo de los acontecimientos, ambivalentes, impredecibles, dos hechos descuellan: la sorprendente invitación de Chávez a las guerrillas a deponer las armas y el anuncio del canciller venezolano de que llevará este jueves a la asamblea de Unasur una propuesta de paz para Colombia. Estos hechos sugieren que la ruptura de relaciones con Colombia es apenas accidente de un proceso que viene configurándose y apunta a dos fines: a reconstruir las relaciones bilaterales y, por contera, a buscarle solución política a nuestro conflicto interno. Mientras Monseñor Serna informaba hace un mes que las FARC liberarían sin contraprestación a los últimos 20 militares en su poder, Chávez discurría sobre la posibilidad de reconciliarse con Colombia, deslizaba suavemente su oferta de mediar en el conflicto colombiano, y se preparaba para asistir a la posesión de Santos el 7 de agosto. Sergio de la Torre adivinaba en todo ello la puerta que se abría a un diálogo integral de paz, un tímido agitar de bandera blanca ante la cual no se podía pasar de largo, “llevados por la soberbia, el triunfalismo o el afán de vindicta” (El Mundo, 6-19).

Acaso arrastrado por los celos o por una vanidad sin atenuantes, resintiendo el ocaso de su poder como una ofensa personal y, como traición, el derecho del sucesor a gobernar con mano propia, Uribe aborta en la OEA la revelación de pruebas ya sabidas sobre el amparo de Chávez a las FARC. Sin sentido de oportunidad y poniendo al país en riesgo, amenazaba así el avenimiento en ciernes. Aún a sabiendas de que la denuncia sería en todo caso, hoy o mañana, por boca suya o la de Santos, materia principal de reclamo a Venezuela.

Chávez respondería con incuria parecida pero con sentido inverso de la oportunidad política: trocó la denuncia en afrenta contra su pueblo. Rico maná le venía del cielo, a dos meses de unas elecciones de resultados inciertos para él. Quiso reavivar malquerencias hacia el vecino que se ofrecía, según él, como cabeza de playa para una probable agresión del imperio contra su patria. Convertir el odio y el miedo en votos, a la manera de los dictadores. Pero al parecer la treta no le sirvió esta vez: ni todos sus prosélitos le creen ya, ni las circunstancias favorecen su argumento, ni él mismo querrá usarlo indefinidamente, abochornado como anda hoy con el sol a las espaldas.

Su popularidad se desploma en Venezuela con la misma rapidez con que  se disparan la corrupción del gobierno y la violencia en las calles de Caracas, y se paraliza la economía del país. En el concierto internacional, los amigos se le enfrían. Se dijo que, a la ruptura con Colombia, Fidel Castro y Lula lo reconvinieron severamente. España, Francia y Rusia se sumaron al coro de la OEA en pleno que instaba a las partes a superar la crisis por la vía del diálogo. Y Estados Unidos declaró que Venezuela estaba obligada ante la comunidad internacional a investigar a fondo las denuncias de Colombia. Palabras mayores. Chávez ha debido acortar los estadios de su ciclotimia. Tras el estruendo de sus amenazas y la teatralidad de sus rupturas, vuelve siempre a la frase amistosa: no bien rompió relaciones con Colombia, abogó porque “después del 7 de agosto podamos iniciar reuniones de cancilleres, plantear las cosas bajo el respeto mutuo y volver a sentarnos los Presidentes”. Lo nuevo es que  el espíritu de diálogo parece imponerse ahora, por fuerza, sobre la belicosidad del Coronel.

Por lo que a nosotros hace, el dilema se dibuja sobre dos caminos opuestos para disolver la alianza Chávez-Farc y para alcanzar la paz en Colombia: o incendiando la pradera, o dialogando sin bajar la guardia. Y, como diría Augusto Ramírez, mucho va de la “plomacia” a la diplomacia.

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