No han pasado las Farc incólumes por nuestra historia: el tránsito de la dictablanda del Frente Nacional a la república del narcotráfico trastornó también el ADN de esa guerrilla. Es que en el nuevo escenario aparecieron nuevas razones del conflicto, nuevos actores, nuevos móviles en sus protagonistas. Y hoy cobra todo su vigor la discusión sobre las causas de la guerra. Identificarlas es caminar hacia la paz, pues implica señalar las transformaciones que ésta impone. Ya remitan ellas a los años 60 y 70, ya a las tres últimas décadas.

Dos interpretaciones descuellan en el informe de los historiadores a la mesa de La Habana. Una, sitúa el origen de la contienda en la “cerrazón” del Frente Nacional que, temiendo a la democracia, habría empujado a muchos a empuñar las armas, en medio de la Guerra Fría que enfrentaba a capitalismo y comunismo. Otra, no cree que el conflicto obedeciera al choque de concepciones de sociedad sino al duelo de élites regionales y paramilitares contra guerrilleros, por hacerse con los recursos de poder en la periferia del país. Con cooptación a la brava de la gente por narcotraficantes y por guerrillas a la vez, en este frenesí de crimen y violencia fue la población civil la que puso casi todos los muertos. Por otra parte, han desenfundado las Farc su argumento fundacional para justificar el alzamiento armado: el legítimo derecho de rebelión contra el tirano; contra un Estado terrorista, dicen, al servicio de la oligarquía y del imperialismo norteamericano.

Pero, ya lo decíamos, las Farc de hoy no son las de ayer. Ni las circunstancias son las mismas. Ni podrá entonces su discurso ser unívoco. La Colombia del Frente Nacional que vio nacer a las Farc en 1964 no podía asimilarse a dictaduras latinoamericanas que bien merecían aquel señalamiento. Aunque el grupo guerrillero –y otros más– sí era denuncia viviente de un régimen que excluía de la política legal a fuerzas distintas de las tradicionales; que abusaba del estado de excepción para cercenar libertades y criminalizar al movimiento popular, que preservaba la injusticia esencial del modelo social y económico. Pero estaba lejos de ejercer terrorismo de Estado. Tampoco representaban las Farc vanguardia alguna de levantamiento popular, por más que la pepa de su programa fuera la lucha centenaria por la tierra. Otras son las Farc que desde los años 80 se reinventaron al calor del narcotráfico, se entregaron a la guerra sucia y, en su disputa con narcos y paras por el poder regional, violentaron a los civiles inermes. Así, en su segunda etapa, pareció el ideal político del grupo armado desaparecer tras la nube negra del crimen, para disiparse sólo ahora con su disposición a la paz y sus acuerdos de reforma.

El Frente Nacional no fue un bloque homogéneo. Mucho dice que un reformador como Carlos Lleras se midiera con la caverna, precisamente en aquellos tiempos. Así resultara su propuesta agraria derrotada por la misma derecha ventajosa y violenta que abatió en su hora la de López Pumarejo. La misma que vocifera hoy contra la paz porque ella dizque amenaza su ubérrima –¿robada?– propiedad privada. Lecciones deja Lleras que bien podrían retomarse con beneficio de inventario. Y no solo en materia agraria, también en perspectiva de industrialización como estrategia orientada desde el Estado.

El elemento que da solución de continuidad a los dos estadios descritos es el anhelo de una reforma rural. Está pactada. También lo está la apertura de la democracia a todas las tendencias políticas, tan tacaña que lo fuera en el FN. Y el compromiso de las Farc de renunciar al narcotráfico, combustible del horror en estos 30 años. Nunca hubo tantas razones para la esperanza.

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