Setenta por ciento de personas encuestadas en Colombia y Estados Unidos no aprueba la guerra antinarcóticos, y el mismo porcentaje rechaza la legalización de la droga. Se reconoce, pues, el fracaso del prohibicionismo armado pero, a la vez, alarma la perspectiva de un mercado libre de drogas en los supermercados. Terceras opciones se abren paso y prometen ventilarse abiertamente, por vez primera en cuarenta años, en la Cumbre de las Américas este fin de semana en Cartagena. Cobra fuerza entre ellas la de marchitar la guerra militarizada y desarrollar en su lugar una guerra preventiva (densa en publicidad y educación). En proceso de reconversión de prioridades que desemboque en la despenalización del consumo, jamás se bajaría la guardia sinembargo contra las siniestras mafias de la droga. Se trataría de invertir las asignaciones de presupuesto: cuanto se le reste al gasto militar en esta guerra deberá sumársele al gasto en salud preventiva. Como ya se ha hecho en Holanda y Portugal, una despenalización responsable, controlada, regulada y evaluada periódicamente –la guerra por otros medios-  sería letal para el narcotráfico. Y para vendedores de armas y banqueros que se han forrado con el producido multibillonario del narcotráfico. Se sabe, aunque no se divulga mucho, que grupos financieros, la banca internacional y los paraísos fiscales lavan ese dinero y lo reciclan en inversiones legales, casi siempre en bolsas de valores. Según la ONU y el FMI, el monto de la lavatija se acerca a 400 mil millones de dólares cada año. De no ser por la protección que estas cuevas de Ali Babá brindan a los grandes narcotraficantes, no disfrutarían ellos de las fortunas a sus anchas.

El negocio está en la guerra tal como se ha llevado. En lógica elemental de oferta y demanda, mientras más droga se decomise, mejores precios alcanza ésta en el mercado. Los distribuidores mayoristas lo saben: tasan sus inventarios de droga para regular el mercado y mantener precios elevados. A ello contribuye la persecución, que dispara la rentabilidad del negocio y, pese a sus sermones, no reduce el número de consumidores. En los últimos 31 años de guerra contra las drogas, el consumo se extendió de 44 países a 130. El problema no estriba apenas en el costo monumental de la represión armada, el grueso del cual recae sobre los países productores, sino en la corrupción y la violencia que el narcotráfico conlleva. Colombia sí que sabe de sus horrores. Lleva décadas llorando a sus muertos, los cuenta por decenas de miles, y tiene que habérselas ahora con mafias formidables que se enquistaron en todas las esferas del poder. Mientras tanto, sus gobiernos aceptaron –hasta hoy- que la nuestra era la misma  guerra antinarcóticos y contra el terrorismo internacional que a los Estados Unidos se les antojó “de defensa nacional”. Como quien dice que, si abdicamos, se nos condena por cohonestar con el narcotráfico y con el terrorismo.

Nunca se ha ensayado una educación masiva e intensa de la demanda. Pero los resultados parciales son alentadores. Y otras experiencias lo ilustran. Según la Comisión Global sobre Políticas de Drogas, “la reducción espectacular del consumo de tabaco (…) demuestra que la prevención y la regulación son más eficientes que la prohibición para cambiar mentalidades y patrones de comportamiento”. Así lo entendió Estados Unidos tras la entrega del Informe Wittersham sobre prohibición del alcohol, cuando el gangsterismo y la corrupción de la policía hundieron en crisis a ese país. No es, pues, original la alternativa de marchitar la persecución policiva en favor de la prevención. Lo nuevo es el destape que se avecina en la Cumbre para proponer una guerra distinta de la que lleva 40 años favoreciendo a narcotraficantes y banqueros.

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