Este presidente recibe un país con el mejor acuerdo posible de paz e índices de violencia política reducidos, y lo devuelve en guerra. Las crueles imágenes de comunidades asediadas por grupos armados y de desplazados por decenas de miles han vuelto a copar pantallas y páginas de prensa. Para no mencionar los cientos de masacres, de líderes sociales y reinsertados asesinados que la costosísima Fuerza Pública no impide, pese a la patética locuacidad de sus comandantes. Ni seguridad para los reinsertados ni solución al conflicto por la tierra que alimenta la guerra. En fallo sin antecedentes, la Corte Constitucional emplaza al Gobierno por “violación masiva del Acuerdo de Paz” y le ordena cumplirlo integralmente. Naciones Unidas y la CIDH se unen al clamor, mientras la FAO advierte que Colombia se halla en riesgo inminente de inseguridad alimentaria: poblaciones enteras no podrían acceder a alimentos, entre otras razones, por eludir la Reforma Rural pactada con el Estado en el Acuerdo de Paz: distribución, formalización y restitución de tierras andan en pañales. Denuncia el exministro Juan Camilo Restrepo “un déficit presupuestal gigantesco para atender los cometidos del posconflicto”.

Corolario de esta eficientísima abulia hacia la paz en el campo, el silencio del presidente Duque, de su Gobierno y su partido, ante el escándalo que toca a uno de sus dirigentes, José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, por presunta complicidad con paramilitares que en los 90 despojaron 4.000 hectáreas en Urabá y Córdoba, y decapitaron con motosierra a quienes presentaron resistencia. En confesión de la verdad ante la JEP, el exgerente del Fondo Ganadero de Córdoba, Benito Osorio, comprometió a Lafaurie con paramilitares como Mancuso y con generales condenados por asesinato como Rito Alejo del Río. Osorio fue sentenciado a prisión por expropiación de tierras en asocio de paramilitares.

Pero el caso pertenece apenas al último capítulo de una saga centenaria escrita con sangre: es el capítulo de la contrarreforma agraria agenciada por la troica de paramilitares, gamonales y políticos que, tras sus revelaciones en Justicia y Paz, debuta ahora en la JEP. Se comprenderá por qué ha querido el uribismo destruir el tribunal de justicia transicional. En la entraña de nuestra historia medra una minoría que acapara la tierra, paga impuestos irrisorios o ninguno, usufructúa la inversión pública que besa sus predios y engorda en el modelo predominante de tierra sin hombres y hombres sin tierra. Bloqueada la modernización en estos lares, sin Estado, sin tierra, sin trabajo, desfallece la vida del campesino y hierve el conflicto social. 

Salomón Kalmanovitz presenta ejemplo al canto: la hacienda El Ubérrimo es  tierra potencialmente agrícola dedicada a ganadería extensiva. Son 1.500 hectáreas urbanizables, valorizadas con riego y drenaje a cargo del Estado, su dueño la declara por 17 veces menos de su valor comercial. No valdría, según nuestro analista, $8.600 millones sino $165.000 millones. En consecuencia, tampoco debería pagar $178 millones de impuestos.

La derecha dio siempre en la flor de calificar como sovietizante cualquier intento de expropiación con indemnización por su valor comercial de tierras inexplotadas. Política típicamente liberal que en toda Europa y en Japón se aplicó sin anestesia, coco de las élites que mandan en éste nuestro país, el más conservador del continente, el de mayor concentración de la propiedad agraria.  Sovietizante les pareció la Ley 200 de López Pumarejo, y desataron la Violencia; la de Lleras Restrepo, y la sepultaron en Chicoral. Sovietizante les parece cualquier alusión al recurso legal ratificado aun por la Ley 60 de 1994. ¿Cómo prevalecen ellas, pues, por encima del sentido común y de la historia? Haciéndole pistola a la reforma rural.

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